Nuestra Edad de Ciencia Ficción
Por: William Ospina
Columnista del diario "El Espectador", Colombia
HACE 66 AÑOS, dos bombas atómicas destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, decidieron el final de la Segunda Guerra Mundial, forzaron al Japón a la rendición ante las potencias aliadas y dieron comienzo a una nueva edad del mundo.
Alemania había sido triturada por el doble martillo de los rusos atacando por el oriente y los aliados avanzando por el occidente. El triunfo en el frente europeo y en el asiático de Estados Unidos, que había entrado tardíamente en la guerra, significó también el comienzo de la guerra fría, que dividió el mundo durante cuarenta años en dos bloques de poder que se vigilaban uno al otro con desconfianza y con ira, en una tensa paz de pesadilla, sostenida sobre la amenaza cósmica de los arsenales nucleares.
Hace 66 años vivimos en el mundo de la ciencia ficción. Las novelas del 007 dieron paso a los thrillers de espías y de traficantes de armas atómicas; la generación de los años 60 pasó del culto de las drogas místicas y la consigna del amor libre a la fascinación con la saga de los viajes al espacio exterior: íbamos rumbo a la Luna y a Marte; la revolución del transporte incorporó una velocidad de vértigo a la vida cotidiana; la revolución de las comunicaciones convirtió al mundo en el aleph de Jorge Luis Borges; internet y las redes sociales abrieron ante nosotros un océano de memoria y un jardín de encuentros virtuales, pero convirtieron a la vez a los organismos humanos en una subespecie sometida a la fascinación de los mecanismos; la globalización de la información y del mercado trajo como complemento necesario la proliferación de las mafias globales, el mercado planetario de las armas, el clima de alarma permanente de la sociedad superinformada, la enfermedad generalizada del estrés y la alternancia bipolar de sustancias estimulantes y sedantes, el triunfo estridente de la tecnología como principal escenario de la acción humana, la tecnificación de la vida y el triunfo de la profecía de Marx de que todas las cosas se convertirían finalmente en mercancías, el sexo y la salud, el arte y el espectáculo, el deporte y el tiempo libre, la paz y la guerra, la información y la educación, el agua y el aire.
Es asombroso el modo como han triunfado los paradigmas de la llamada civilización occidental. Fue asombroso ver anteayer al emperador Akihito hablando por primera vez por televisión a su pueblo, vestido con un traje occidental, con saco y corbata. Es asombroso ver el país que hace 66 años padeció por primera y única vez el apocalipsis atómico sobre sus ciudades, convertido ahora en productor de energía atómica, y víctima otra vez de los vientos radiactivos. Es asombroso haber tenido el privilegio y el horror de ver hace siete días en directo el modo como una ola monstruosa que venía de los abismos del agua iba barriendo y arrasando los litorales japoneses y convirtiendo en escombros las ciudades, estrellando los barcos contra los puentes, arrancando las casas como trozos de papel, moliendo en su trituradora automóviles, bosques, barrios, piedras, metales, máquinas y seres humanos.
Los diluvios y los tsunamis existieron siempre, lo que no existió siempre es una humanidad que puede estar presenciando al mismo tiempo la devastación de los tsunamis, los incendios de los reactores nucleares, los crímenes de las mafias mexicanas, la corrupción de los políticos colombianos, las manifestaciones de los demócratas egipcios, las elecciones en la devastada isla de Haití, las manifestaciones de los trabajadores de Winsconsin, los bombardeos de Gadafi sobre las ciudades rebeldes.
Lo nuevo no es la información, es el testigo. Lo nuevo no es la catástrofe planetaria y la confusión cósmica, sino el hecho de que la humanidad la presencie asombrada e inerme, y convierta las marejadas de la historia en parte fundamental de su propia existencia, sin tener a la vez mucha posibilidad de influir sobre ella.
Esta semana los periodistas amigos de la adrenalina se han animado a hablar de apocalipsis. Se diría que lo que nos parece a veces el fin del mundo no es más que la cotidianidad del mundo convertida, gracias a la tecnología, en una suerte de sofisticado espectáculo. Pero es verdad que ya estamos en la aldea de Bradbury, en el país de Frederick Pohl, en el planeta de Philip K. Dick. Ahora el viento trae un polen de cosas desconocidas, la naturaleza parece hablar una lengua distinta cada día, la historia entra a ráfagas por la ventana.
Pero también estaban los inventos nefastos: esos puñales curvos que sofistican la estocada, esas espadas, esos venenos, esos instrumentos de tortura a los que aplicó su ingenio la Santa Inquisición, esas cruces, esas horcas, esas guillotinas. Alguien habrá hecho ya un inventario de cosas benéficas y atroces, para saber si nuestra creatividad pertenece al reino de lo angélico o de lo diabólico. Pero la verdad es que siempre estuvieron ligadas bondad y malignidad, siempre lucharon entre sí. Depende de la cultura, del orden social, el que una sociedad se oriente hacia la convivencia o hacia la violencia.
La conducta humana estuvo moderada por siglos de ceremonias y tradiciones, por medio de las cuales las sociedades aprenden a convivir en su interior y a relacionarse con el mundo. El progresismo fue haciendo que perdiéramos el respeto de la tradición y nos convenció de que toda novedad comportaba un progreso.
Todo iba bien con el progreso. Pero, de repente, los ilustres inventos de la sociedad industrial se convirtieron, en 1914, en garfios del infierno. Los aviones, el sueño sublime de Leonardo da Vinci, fueron utilizados para arrojar bombas. El telégrafo, la radio, los productos de la industria, todo fue herramienta de aniquilación. Y con la Segunda Guerra Mundial el fenómeno alcanzó su apoteosis. Hasta el trabajo de grandes pacifistas fue utilizado para inventar bombas atómicas.
Cuando terminó la guerra la industria había triunfado, pero un extraño pesimismo se había apoderado de nuestra especie. Allí sobrevino ese movimiento intelectual que se llamó el existencialismo: un sentimiento de soledad, la conciencia del absurdo, la sospecha de que la vida no tenía sentido. Ese sentimiento no ha desaparecido, pero ahora está enmascarado en el culto de las cosas, el consumo, las adicciones, el ansia frenética de ruido y de velocidad, la sed desesperada de riqueza, la religión del espectáculo y de la publicidad, el culto enfermizo de la salud, del vigor y de la juventud, y la visita a los únicos templos vivos que van quedando, que son los centros comerciales.
Pero harto sabemos que tres cuartas partes de la humanidad no pueden participar de esas comparsas de la belleza frívola, de esas mitologías de Vanity Fair. Algo va de la dieta al hambre, de las marcas costosas a los mercados piratas, de la civilización que convierte todo en basura a la humanidad que vive de reciclarla. Extender el modelo de consumo irreflexivo no es posible ni deseable. El día en que los mil trescientos millones de chinos tengan automóvil particular, y en que los mil doscientos millones de indios produzcan basura verdadera, basura industrial no biodegradable, ese día Vishnú le cederá para siempre su trono a Shiva.
Se ha abierto paso en el mundo la idea de que tenemos muchos derechos y casi no tenemos deberes. Llevamos siglos luchando por la libertad, pero no hemos articulado el discurso de nuestra responsabilidad. Llevamos siglos en la búsqueda del confort y se nos hace agua la boca hablando de la sociedad del bienestar, pero son pocos los que, como Estanislao Zuleta, han formulado sabiamente un elogio de la dificultad. Sin embargo, nada atenta tanto contra la salud como una prédica del confort y la facilidad; nada es más peligroso para la supervivencia humana que la excesiva adulación del egoísmo y el olvido de los principios de solidaridad y generosidad.
Sociedades como la colombiana, desamparadas por un Estado irresponsable y condenadas a rivalidad permanente, al individualismo agresivo, son buen ejemplo de los niveles de violencia que produce la falta de un sueño generoso de respeto en el que puedan converger millones de seres humanos.
Porque sólo sabemos convivir cuando una mitología compartida, unas tradiciones y unos rituales nos revelan al dios que está escondido en los otros, el exquisito misterio que es cada ser humano, y ello requiere altos niveles de educación verdadera, es decir, no aquella que venden los liceos y las universidades, sino aquella que está en las costumbres, en el lenguaje, en las fiestas y las ceremonias que nos hacen sentir parte de un mismo orden cultural.
El mundo asiste hoy a un acelerado cambio de memorias por noticias, de costumbres por modas, de saberes largamente probados por novedades. Pero estas guerras tecnológicas, este calentamiento global, estos tsunamis que derivan en crisis nucleares, nos recuerdan que la historia es impredecible, y así como a veces lo nuevo se yergue como el fascinante camino al futuro, también a veces los accidentes pueden revelarnos que conviene un poco de prudencia, un poco de sensatez y un residuo de reverencia, a la hora de paladear esas flores del vértigo.
Al fin y al cabo la ciencia ficción no surgió para celebrar las maravillas de la técnica sino para advertirnos, de un modo elocuente y fantástico, acerca de sus abundantes peligros.
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