El 2 de abril de 2005 murió Karol Wojtyla, Juan Pablo II. El 19 de abril fue elegido su sucesor, Benedicto XVI. Veinte días después, este inició la beatificación de Wojtyla. En el 2009, el Vaticano lo declaró "venerable", primera etapa hacia la santificación, y la semana pasada Benedicto oficializó la segunda: proclamarlo beato.
Desde su comienzo, la santificación de JP II ha estado rodeada de demagogia y sospechosos apremios. Las leyes canónicas ordenan que el camino al altar empiece pasados cinco años de la muerte del candidato. Benedicto se saltó esta norma. El 1o. de mayo será el gran acto de beatificación, con muchedumbres arrobadas y faustos religiosos. Pronto podrá hablarse de San Juan Pablo II.
Nadie quita méritos a este polaco carismático que fue papa durante 26 años, visitó 129 países y se volvió uno de los personajes más populares del mundo, estrella de los medios de comunicación, activo anticomunista, legislador de la vida íntima de los católicos, reaccionario ante la Iglesia progresista, retrógrado en su concepción del papel de la mujer y propagandista de la santidad: ungió a 1.340 beatos y canonizó a 483 santos, un récord histórico. Algunos eran tipos impresentables, como aquel obispo español que disparaba insultos contra los liberales desde Ecuador.
Nada de esto impediría que la Iglesia lo proclamara inspiración de vida para la humanidad. El problema es que Juan Pablo II está comprometido, por sus silencios y pasividad, con una de las etapas más afrentosas de la Iglesia: el imperio de la pederastia en las sacristías, la proliferación de religiosos que cometieron abusos sexuales impunes contra niños inocentes.
Lo más lamentable fue la cercanía entre JP II y Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, un cura corrompido y corruptor que abusó de numerosos menores y llevó una vida paralela, con varias mujeres e hijos.
Wojtyla fue elegido en 1978, y ese mismo año llegaron a los canales regulares de la Iglesia las primeras denuncias sobre Maciel. En 1989, el Vaticano (no digo el Papa, pero sí el Vaticano) conocía ya las quejas contra este mexicano cuya jefatura sobre 800 sacerdotes y 70.000 legionarios le confirió enorme poder en Roma. Sus víctimas se sorprendieron en 1994 al ver que Juan Pablo abrazaba en público al personaje y lo aclamaba como "guía eficaz de la juventud". En ese momento, JP II ignoraba la ralea del sujeto. Pero su vehemente y conspicuo respaldo debió haberlo impulsado a castigar sin tapujos sus atrocidades.
Las denuncias contra Maciel continuaron. En 1997 ya eran inatajables. Ese año, en una célebre carta abierta al Pontífice, varios sacerdotes e ilustres ex alumnos suyos señalaron los abusos y expresaron su extrañeza por la mudez de la Iglesia. También empezaban a calentarse otros episodios. El Vaticano intentó que la jerarquía irlandesa no denunciara a los pederastas, según lo revela un mensaje de 1997 conocido hace un par de días. Un obispo francés tapó en 2001 el caso de un religioso violador de menores, y el cardenal colombiano Darío Castrillón le envió una carta de felicitación por ocultar el asunto. Insólitamente, el propio JP II aprobó la carta. La ola de denuncias se multiplicaba. La Iglesia encubría aquí y allá los abominables sucesos y protegía así a unos delincuentes de sotana que debería haber entregado a las autoridades.
En abril del 2005 murió Juan Pablo II sin haberse referido nunca a estos casos. El Vaticano asegura que los desconocía, pero es difícil creer que era el único en Roma que ignoraba los hechos.
Poco después empezaron a estallar los escándalos que han hundido el prestigio de la institución en un pantano de vergüenza. Pero, como si nada hubiera ocurrido, la canonización de Wojtyla sigue galopando. Aun antiguos colaboradores suyos, como el cardenal Angelo Sodano, critican la urgencia con que se gestiona la beatificación.
Algunas facetas de Juan Pablo II son, sin duda, admirables y ejemplares. Pero su silencio ante la pederastia eclesial lo descalifica como modelo y lo eleva a una santidad manchada.
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