Este libro forma parte de la ofensiva, por fin activa, contra la miseria estética, servilismo respecto al poder, codicia inmensa, simple idiocia y desmedida maldad del arte contemporáneo institucional. Se suma a los pronunciamientos críticos de Avelina Lésper y a los escritos de Jean Baudrillard, entre otros.
A fuer de sincero, el de Esparza no es un buen libro. No está bien construido, y sus formulaciones son casi todas de baja calidad, en gran medida porque mantiene posiciones tópicas sobre política y porque no ha estudiado la filosofía clásica. Pero esto no impide que diga verdades fundamentales, y que merezca la pena ser leído.
Comencemos con el subtítulo de la obra “Ensayos sobre arte y nihilismo”. Su análisis del nihilismo es el habitual, mondo, plano e insustancial. En la realidad la cosa es diferente: negar es afirmar. Si “La Nada” es, es y no es la nada. Por tanto, cuando el arte contemporáneo, en su rutinaria provocación, transgresión y subversión “anti-burguesa”, destruye y aniquila, la pregunta más pertinente resulta ser, ¿qué está afirmando, sosteniendo e inculcando cuando “transgrede”?, ¿qué está aseverando cuando arruina y devasta?, ¿qué construye cuando destruye?
Mantener que el arte contemporáneo oficialista es una impostura y una estafa nada tiene de novedoso para quien piense, sienta y se emocione a partir de sí mismo y no desde los mensajes que inculca el poder. Para comenzar resulta desvergonzado sostener que el arte actual, pagado por el Estado y financiado por los multimillonarios de uno y otro sexo, es “anti-sistema”, como aseveran quienes con él se lucran, dado que su origen es el sistema mismo.
El arte de nuestros días es el poder, en la forma de estetocracia. Y el poder contemporáneo es el arte oficialista, que se propone, por encima de todo, la destrucción del ser humano, para hacer de él un ente hiper-sometido, una nada apariencial. Es pues un arte contra la libertad, un letal producto para la dominación y la deshumanización, todo ello inducido desde arriba.
Antaño el arte ayudaba a construir al ser humano, elevándolo sobre la miseria de lo rutinario y la vulgaridad de la existencia. Hoy su función es la opuesta, destruir al sujeto y sepultarlo en la nada aterradora de la cotidianidad zoológica, la sinrazón de la vida en las ciudades, el trabajo asalariado, la soledad impuesta desde arriba, la desexualización, la adhesión al parlamentarismo, el consumo de bazofia, la destrucción de la belleza, la inespiritualidad y la vida sin sentido.
Durante años y años hemos padecido la gran engañifa del arte contemporáneo, constatando que sus gurús y santones se hacían tanto más ricos cuanto más “subversivos” afirmaban ser. Hemos visto también la ejecutoria de los papanatas, crédulos e ignorantes, sin sentido estético ni pensamiento digno de tal nombre, simples manos carentes de voluntad propia que aplauden a esos acumuladores de capital que se dicen artistas, gracias a su “subversión” pseudo-estética de la sociedad capitalista…
Esparza utiliza dos términos pertinentes, los de “no arte” y “anti arte”. Con el primero señala lo que diciéndose arte no lo es, con el segundo apunta hacia lo que pareciendo estar en el ámbito de lo artístico se dirige a destruirlo. Entre lo uno y lo otro han demolido y arruinado el arte contemporáneo, creando una sociedad, la primera de la historia, que carece de arte. Esto, muy cierto, es aterrador. En efecto, la emoción de la belleza y elevación de la sublimidad son consustancial al ser humano, y su liquidación institucional ha de concebirse como una expresión obvia del final de lo humano, de su derrumbamiento en lo sub-humano.
Un arte sin emoción ni pasión, sin belleza ni pensamiento, sin grandeza ni sublimidad, pura extravagancia fácil y vanidosa, falta de imaginación y mentecata, ansiosa de beneficios crematísticos, no es tal. Es mera propaganda de la nada y pedestre amaestramiento en el no ser. De ahí el neologismo “extravagarte”, o “arte extravagante”. Tal es el ámbito de la estetocracia, un grupo explotador destinado a alcanzar poder y beneficios, como cualquier otro.
Señala Esparza sus ocho pecados: la enfermedad de lo nuevo, la desaparición del referente visible, el soporte insoportable, el imperio de lo efímero, la tentación del nihilismo, la subversión como orden nuevo, la subjetividad náufraga, el destierro de la belleza. Es una clasificación como otra cualquiera, bienintencionada sin duda pero horra de lo más esencial, el análisis del por qué.
Acierta cuando se refiere al “balbuceo elemental” de aquello con lo que se mercadea, el denominado “objeto artístico”. Cuando más simple y rudimentario sea éste más fácil será de realizar, lo que significa que se abaratan sus costes de producción, con lo que el artista “genial” incrementa sus ganancias…
Desacierta al exculpar a Marcel Duchamp cuando en 1917 (atención los hiper-modernos, ¡de eso hace ya casi un siglo, toda una eternidad!) presentó un urinario como el mayor logro de la estética del siglo XX, con el marbete de “Fontaine”. Tal suceso manifiesta la aniquilación del arte y la desintegración de lo humano a mano de un caradura ansioso de ganancias, Duchamp, aplaudido por todo el mundo burgués, moderno y “radical”.
Sin pretenderlo, Esparza pone en evidencia a las vanguardias artísticas, semillero fecundo de boberías, pantomimas y farsas, al señalar que el jefe del surrealismo, André Breton, teorizó que el acto surrealista por excelencia era salir a la calle con un revólver y disparar contra el primero que pasase[1]. Pero, ¿por qué no, mejor, salir a la calle y disparar sobre sí mismo? Aquí el anti arte se pone en evidencia: es odio a los otros, y no nada relacionado con el arte y la parte sensitiva y emotiva del ser humano, lo que mueve a los estetas-mercaderes.
Tras este repaso introductorio podemos entrar en las causas, que son metas.
Si lo que es vulgar nada, ridículo y repelente, se presenta como arte, y se afirma sin tregua por los aparatos de propaganda que eso es precisamente, el arte de la ultimísima modernidad, el sujeto medio queda desarbolado psíquicamente y es puesto a la defensiva, con la confianza en sí mismo arruinada y dispuesto a creer cualquier cosa, por ejemplo, que el parlamentarismo es democracia. Devastar y arrasar psíquicamente al sujeto es la primera meta de todo el falso arte contemporáneo.
En una sociedad de la fealdad extrema, donde todo es horripilante, desde la ciudad hasta el campo, con basureros, suciedad, escombros y eriales por doquier, no puede haber un arte de la belleza, esto es, un arte auténtico, dado que éste pondría en evidencia al orden actual. El anti-arte, con su culto por el feismo y su imposición totalitaria de lo hórrido, reconcilia al infra-sujeto de la modernidad con su entorno, tan atrozmente desfigurado y degradado, y consigo mismo, no menos devastado por el sistema de dominación. Si A.C. Danto reprocha al arte del pasado “el abuso de la belleza” hoy el anti arte no incurre en tal error, pues no abusa de otra cosa que no sea la fealdad.
El no-arte no puede ser tampoco sublime porque su marco es la sordidez extrema del poder y la ganancia, donde nada importa salvo el mandar y el dominar. Si lo humano ha de ser devastado la sublimidad carece de lugar, en la vida tanto como en el arte. Los seres nada de la contemporaneidad no son sublimes porque no son nada. Y si son algo, son asombrosamente pedestres, ramplones, degradados y sórdidos, que es como los desea, y los construye en serie, el sistema de poder en vigor.
Convertido el artista y la artista en un tirano todopoderoso por la propaganda del poder, está en condiciones de imponer que cualquier cosa que él o ella hagan es arte, y que esa cosa tiene que ser tomada como tal y pagada como tal. Ese artista-dios es un déspota de un poder ilimitado, poder otorgado desde arriba, despotismo institucional, pues él o ella por si mismos no son nada, sólo bufones ridículos.
Con su tramposo alboroto sobre “lo nuevo” están haciendo olvidar que eso es justamente lo viejo. Con la algarabía han logrado que el arte no evolucione, que se mantenga, inmóvil y congelado, en la misma situación en que fue dejado por las vanguardias artísticas, con sus Manifiestos, ese ejemplo de no-pensamiento, torpeza, frivolidad y mediocridad[2].
Hace sonreír que prácticamente todo el remedo de arte que hoy se hace se refiera a modelos, teorías y experiencias de hace casi un siglo, sin que exista apenas nada de creativo e innovador, de actual y adecuado al siglo XXI. El conservadurismo de quienes pretenden provocarnos y escandalizarnos remedando ocurrencias de hace 80 años, mil veces escenificadas y ya del todo agotadas, es risible.
Los “genios” estetocráticos contemporáneos gritan al sujeto común, “¡Arrodíllate ante lo que es nada, ante lo que no contiene ni un ápice de belleza ni sublimidad, no comprendes y no te suscita ninguna emoción!”. Caer genuflexo ante la nada porque unos matones al servicio del poder te lo ordenen es mucho más que la peor de las humillaciones, es hacer mofa de la persona en tanto que ser humano y desear aniquilar su sensibilidad, dignidad, inteligencia y autoconfianza. Es destruir a éste de la forma más rápida y eficaz posible.
En efecto, la destrucción de lo humano para crear sujetos hiper-serviles por del todo deshumanizados es la clave del arte contemporáneo. En esa tarea el arte es destruido, como es lógico. Sin arte y sin sujeto, ¿qué queda?, pues las elites del poder aún más poderosas. De ahí que inviertan en pseudo-arte cantidades fabulosas.
Probablemente, el gran error del libro de Esparza es que parte de una idea “obvia”, que la sociedad actual es una más, “normal”, como otras. Pero no es así, y ese juicio le impide inteligir el problema de la inexistencia de arte (salvo como creación extramuros y semi-clandestina) hoy. Las minorías con poder de la sociedad actual están lanzadas a construir una hiper-dictadura que necesita no sólo oprimir al máximo al individuo sino aniquilarlo como ser humano: ahí es donde se explica la función y naturaleza concreta de lo que hoy, sólo para entendernos, llamamos arte.
El actual orden destruye para construir, destruye al sujeto y aniquila al arte para construir un mega-poder jamás existente anteriormente.
Recuperar la belleza, sentir la grandeza de lo sublime, volver a conseguir que la emoción forme parte de la vida real de los seres humanos exige estetizar la vida toda, creando la sociedad de la belleza y la emoción estética. Ello demanda rehacernos, reconstruirnos, llegar a ser. No hay arte porque ya no somos seres humanos. Volverlo a ser, contra las fuerzas que nos arrojan al infierno de la nada, es la tarea de nuestro tiempo. Quienes creen que pueden hacerlo acogiendo a la causa del mal, y esperan lograr fama y numerario actuando a la sombra del poder, del Estado, son los peores enemigos del arte y de lo humano.
Ciertamente, el análisis de cómo construir, rehacer y reconstruir lo destruido en el último siglo en este terreno es el más decisivo. Por eso es también el más difícil. Ocupará todo un periodo histórico salir del pozo negro en que nos han metido (también, en el que nos hemos dejado meter). No tenemos mucho que ofrecer en esto, por el momento.
En este terreno transgredir a los transgresores, provocar a los provocadores y subvertir a los subversores sigue siendo tarea de importancia. El no arte denota una no sociedad, y un no ser humano. Y el anti arte manifiesta la aniquilación de la totalidad. Ser constructivos es pensar en términos de creación y regeneración.
En efecto, se ha de dedicar un tiempo a denunciar la impostura del falso arte en activo pero eso es, en definitiva, una actividad secundaria, además de cada día más fácil de realizar. Lo decisivo es pasar a crear, a rehacer, a ir estableciendo las bases para un renacimiento de la belleza, de la grandeza, de la emoción, de la idealidad, de lo humano en sí y por sí con todos sus atributos, los de naturaleza espiritual y trascendente en primer lugar.
[1] Un libro tópico sobre estos asuntos es “El arte como revuelta. Escritos sobre las vanguardias (1912-1933)”, Carl Einstein. Lo decisivo debe ser el arte como arte, el arte que es, y sólo desde la afirmación de su esencia puede, en un segundo momento, ser subversivo. El uso de palabritas cargadas de un aroma “radical” sirve para triturar el arte, pues la meta primera de éste no es promover ninguna “revuelta” sino ser. Si el arte se subordina a la política deja de ser arte, y la política se hace un monodiscurso totalitario, al hacerse el todo cuando es sólo parte. Por lo demás, ¿a qué se refieren ese autor? Su “radicalidad” es mera socialdemocracia, una sórdida apología de un nuevo capitalismo íntimamente fusionado con el Estado, conforme a la peor de todas las utopías, la de un mega-consumo, que es la que expresa el ideario marxista y que ha creado realidades sociales tan atroces como, por ejemplo, la URSS, China o Corea del Norte, un hiper-capitalismo estatista todavía peor que el actual.
[2] En la desolada falta de creatividad que manifiestan quienes se dicen “radicales”, siempre empeñados en copiar dogmáticamente textos del pasado, y siempre incapaces de tener ideas propias, nuevas y actuales sobre cualquier asunto, destaca la adhesión al dadaísmo, quizá el primer “ismo” pseudo-estético del siglo XX. Por eso son muchos los que se aferran, ¡todavía! a “El Avant Dada. El club Dadá de Berlín”, de R. Huelsenbeck, tomándolo como la Biblia del “arte anti-burgués”. La verborrea supuestamente “subversiva” de aquél es nada, porque lo que expone, primero, niega y destruye al arte y al sujeto, y segundo, tiene bastantes puntos en común con el fascismo, como con agudeza expone R. Griffin en “Modernismo y fascismo”.
José Javier Esparza (1963), periodista y escritor, lleva más de veinte años dedicado al estudio y crítica de la cultura. Ha sido redactor jefe de la revista cultural Punto y Coma y director de la revista de pensamiento Hespérides. Actualmente escribe en El Manifiesto, Débats y Razón Española, entre otras publicaciones culturales. Crítico de televisión en el Grupo Vocento y cronista de actualidad en elsemanaldigital.com, elabora asimismo un programa sobre Historia de España en la cadena COPE. Ha escrito, entre otras obras, los ensayos Ejercicios de vértigo. Ensayos sobre la posmodernidad y el fin del milenio, Curso General de Disidencia e Informe sobre la Televisión y, en el terreno de la novela, los volúmenes «El Dolor» y «La Muerte» de la trilogía El final de los tiempos.
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