Por Juan Gossaín
Mientras camino de farmacia en farmacia, preguntando por el precio de los medicamentos que he seleccionado para esta crónica, me acerco a una botica de barriada, modesta pero limpia, protegida por un enrejado de hierro para evitar que la atraquen, y empiezo a dictarle la lista al dependiente. Es un hombre amable y colaborador.
Me va dando el precio de cada droga a medida que yo se la menciono. Cuando vamos por la mitad, se detiene de repente, menea la cabeza con desconsuelo y dice:
-De cada diez personas que vienen por aquí a comprar esos productos, siete se devuelven con las manos vacías. No los pueden pagar.
Se le nota un ramalazo de tristeza en la voz. Al fin y al cabo, es de los mismos: me cuenta que le pagan el salario mínimo.
Cada día peor.
Si la memoria no me falla ni me traiciona -ya que a esta edad la memoria es lo primero que le falla a uno y lo segundo que lo traiciona-, hace poquito más de dos años, en diciembre del 2009, ante una creciente ola de protesta ciudadana, me dediqué a hacer para la radio una tarea periodística consistente en investigar el precio de los medicamentos en Colombia y compararlos con lo que cuestan en Venezuela, Panamá y Ecuador, nuestros vecinos más cercanos y más parecidos. En aquel momento los hallazgos fueron alarmantes.
Les tengo malas noticias. Dos años después decido actualizar el tema y encuentro esta terrible realidad: si hace dos años llovía, ahora no escampa. La situación, lejos de mejorar, ha empeorado, como los propios enfermos.
Las drogas y el salario mínimo
Veamos, para empezar, el caso de un remedio llamado Crestor. Sirve para combatir los altos niveles de colesterol en la sangre. Lo fabrica un laboratorio en la ciudad de Canovanas, en Puerto Rico.
La caja de 14 unidades de 20 miligramos, que hace dos años costaba en Colombia 125.900 pesos, hoy vale 157.500 pesos. Un incremento del 25 por ciento en dos años, o, lo que es lo mismo, más del 12 por ciento anual.
Eso significa, además, que si el paciente gana el salario mínimo, que hoy es de 566.700 pesos, en un mes se le van poco más de 316.000 pesos pagando un solo medicamento. El 56 por ciento de su sueldo mensual, ni más ni menos. Imagínense ustedes lo que pasaría si el tratamiento le durara un año.
El caso de Ecuador
En cualquier farmacia ecuatoriana, Crestor vale hoy en día el equivalente de 43.200 pesos colombianos. Quiere decir que el mismo producto cuesta aquí 365 por ciento más que allá. Este es uno de los casos más alarmantes, pero no es el único, ni mucho menos. Ni el más escandaloso.
Singulair, por ejemplo, es un fármaco elaborado en Inglaterra para el tratamiento de diversas alergias, entre ellas el asma y la rinitis. Una sola pastilla vale en Colombia 6.972 pesos. En una farmacia de Quito cuesta 3.960 pesos. La diferencia, en contra del enfermo colombiano, es de 76 por ciento.
Hay una droga bastante conocida, llamada Nexium, que está indicada para agrieras y reflujos estomacales. Fabricada en la ciudad sueca de Sodertalye, el mismo importador la comercializa en Ecuador y Colombia. Sin embargo, en Ecuador cada pastilla de 20 miligramos cuesta, al cambio monetario de hoy, el equivalente de 2.597 pesos colombianos, pero en Colombia, por el contrario, cuesta 7.621 pesos. El sobreprecio es de 293 por ciento.
Lo que ocurre en Venezuela
Tomemos algunos ejemplos comparativos con Venezuela. Un viejo amigo, que estuvo por allá en las fiestas decembrinas, me trajo de aguinaldo los empaques vacíos de varios medicamentos con sus respectivos precios.
Por una caja de 30 tabletas de 10 miligramos de Norvas, que se emplea para el control de la presión arterial, en una botica de Maracaibo cobran 26.000 pesos colombianos. En una de Colombia vale 238.000 pesos. Este es el caso más aterrador de todos los que pude encontrar: la diferencia es de 925 por ciento, casi diez veces más. (Confieso que, mientras escribía estas cifras, llegué a sospechar que mi calculadora se había vuelto loca.)
El Plavix se utiliza para la prevención de infartos y enfermedades vasculares. En el 2009, valía en Colombia 154.000 pesos la caja de 14 pastillas, de 75 miligramos cada una. Hoy cuesta 170.300.
En Venezuela vale actualmente 55.300 pesos, de manera que la diferencia entre uno y otro país es de 308 por ciento. Lo que puede provocar un infarto, realmente, es el precio.
Hace su aparición Urocuad, el renombrado amigo de quienes se exceden en el ácido úrico, comiendo carne y bebiendo vino. La caja vale aquí 21.850 pesos. En Caracas piden 5.690 pesos. La diferencia llega casi al 400 por ciento.
Ante esa realidad, uno tiene que hacerse la pregunta inevitable: con semejantes costos, ¿a quién le queda platica para la carne y el vino?
Una parienta mía, residente en Ciudad de Panamá, me ayuda a preguntar por los precios. La caja de Plavix de 14 pastillas, que en Colombia cuesta 170.300 pesos, como ya se dijo, en balboas panameños vale el equivalente de 55.000 pesos colombianos, la misma cifra que en Venezuela.
-Y si el paciente es mayor de 65 años -me explica mi parienta-, por orden de la ley tienen que darle un descuento adicional del 20 por ciento.
La otra pata que le nace al cojo es el caso de las medicinas genéricas. Ya vimos que una caja de 14 pastillas de Plavix vale en Colombia 170.300 pesos. Pero la misma caja de uno de sus competidores, el genérico llamado Clopidogrel, cuesta 10.000. Los números no mienten: 1.700 por ciento más. No se asuste: yo tampoco podía creerlo.
Perplejo ante tales aberraciones, le pido a un químico farmaceuta que compare cuidadosamente los ingredientes de ambos productos. Los mira por arriba, por abajo y por los costados. Se encierra en su laboratorio para someterlos a prueba.
-Exactamente los mismos -me dice, con una seguridad doctoral-. Salvo los empaques, lo demás es idéntico.
-¿Y si son lo mismo, y el de marca vale casi 2.000 veces más, por qué la gente no compra el genérico?
Se quita con pausa los anteojos.
-Mi querido amigo -me dice-, porque los médicos no los recetan.
Además, muchos pacientes ni siquiera saben que existen los genéricos. Los médicos no les ofrecen esa alternativa.
Sus razones tendrán, pienso yo, acá, en la cocina. La palabra "ética" empieza a zumbarme en el oído.
Unas pocas preguntas
Para qué sigo con esta letanía, si mientras más mete uno el dedo en la llaga, más le sale pus.
¿Alguien puede explicarles a los colombianos a qué se deben esas monstruosas diferencias de precios? ¿Será un exceso de impuestos? ¿Acaso se trata de una voracidad desaforada de fabricantes, de distribuidores, de vendedores? Y si así fuera, ¿es que nadie los controla? ¿Dónde están el Ministerio de Comercio Exterior, el de Salud, la Superintendencia? Según datos que tiene en su poder el Estado colombiano, las utilidades de los laboratorios farmacéuticos crecieron el año pasado un 75 por ciento.
Epílogo
Con la cabeza revuelta por las preguntas, camino por la acera de aquella botica enrejada, la que es modesta pero limpia, y en la esquina siguiente me encuentro con una funeraria, menos limpia, pero más modesta. El aire no huele a muerto, como yo esperaba, sino a aserrín fresco.
Solo por curiosidad periodística pregunto el precio de un ataúd de tablas a medio pulir, pintado de un color lechoso. No tiene angelitos ni arandelas. Tampoco forros de seda.
-Por ser para usted -me dice el carpintero- se lo doy en doscientos cincuenta mil.
Lo acaricia con orgullo artístico: "Roble puro", agrega, complacido. Por fortuna no es para mí.
Entonces pienso, con desconsuelo, en las injusticias de un país donde una caja mensual de medicina cuesta más que una caja de difunto. Es más barato morirse en la inopia que comprar una droga para la presión. Sin decir que la mayor ventaja del ataúd es que solo se compra una vez.
Juan Gossaín
Especial para EL TIEMPO
www.eltiempo.com
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