martes, 16 de julio de 2013

La doctrina de la “mano invisible”: el orden natural de Dios-mercado


La doctrina de la “mano invisible”: el orden natural de Dios-mercadopor Pedro Antonio Honrubia Hurtado
Martes, 16 de Julio de 2013 01:09

En el consumismo-capitalismo todos los hombres están obligados a aceptar al Dios-mercado como único verdadero, a cumplir sus preceptos y a practicar su culto. Unos preceptos y un culto que nos vienen dictados a través de su principal doctrina de fe: “la mano invisible”...

En el consumismo-capitalismo todos los hombres están obligados a aceptar al Dios-mercado como único verdadero, a creer en sus dogmas, a cumplir sus preceptos y a practicar su culto. Unos preceptos y un culto que nos vienen dictados, por el mismísimo Dios-mercado, a través de su principal doctrina de fe: “la mano invisible”.

Gracias a ella, según nos dejó escrito en su obra “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” otro más de esos grandes profetas consumistas-capitalistas que ha dado la historia humana, Adam Smith, el mercado libre es capaz de coordinar por sí mismo los distintos intereses particulares y armonizarlos, resultando de esto una asignación óptima de los recursos y, en definitiva, el máximo bienestar de la sociedad entera.

En otras palabras, los mercados sin trabas maximizan la libertad individual y son la única vía al crecimiento económico; la mano invisible se encarga de ello.

Adam Smith otorgó al mercado un papel fundamental en la organización de la sociedad. Toda su filosofía económica refleja una confianza absoluta en las capacidades del mercado para armonizar, en todo momento y lugar, la vida de los hombres, sus esfuerzos y sus necesidades.

Como los fisiócratas, Adam Smith fue firme partidario del "laissez-faire". Según él, el juego natural de la oferta y la demanda en el mercado libre fija el nivel natural de los precios, puesto que el gran fundamento de la sociedad consiste en que el individuo que piensa principalmente en su propio beneficio es conducido también por la "mano invisible" a cumplir una finalidad colectiva, a beneficiar al global de la sociedad.

El interés general deviene de la suma de los intereses particulares.

Tras la “mano invisible”, pues, existe una providencia, similar a la providencia divina en las religiones tradicionales, aunque en este caso no se sustente en la voluntad de ningún Dios todopoderoso y sobrenatural, sino que se sirve de los instintos egoístas de los seres humanos, tomados éstos de manera concreta, para forjar las virtudes sociales que a todos y cada uno de ellos habrá de beneficiar.

"No intentemos hacer el bien, dejemos que nazca como subproducto del egoísmo.", dejó escrito el citado Adam Smith.

Smith intentaba demostrar con esta fórmula la existencia de un orden económico natural, que funcionaría con más eficacia cuanto menos interviniese el estado.

Todo lo que ha de ser, pues, será porque el mercado, si se le deja, así lo quiere, y si no se le deja, también, aunque en este caso sus efectos los sufriremos en negativo. No hay forma de ir contra la providencia divina de Dios-Mercado y su “mano invisible”.

La “mano invisible” regula las conformaciones sociales y compensa los excesos por sí sola; es un orden natural contra el que los seres humanos no deben atreverse a ir, o pagarán las consecuencias, crueles y dramáticas, para ellos y para todos los demás.

El orden natural debe prevalecer frente a la intervención de los hombres, hay que dejarlo hacer. Si se le deja hacer el “mercado natural” sabrá recompensarnos con sus infinitas bondades.

Este mercado natural responde, según nos dice el ultraliberal Alejandro A. Tagliavini -en un artículo que lleva por título “El orden natural de la sociedad” (sic), publicado en la página web española Libertad Digital-, “directamente a las leyes del cosmos, en cuanto que está, necesariamente, dirigido al bien (a la perfección), en cuanto que es ordenado por excelencia, en cuanto que sus leyes ocurren espontánea pero inevitablemente, “determinísticamente” (aun respetando el libre albedrío) y demás características. Esto implica que existirá, aun cuando el hombre, en uso del libre albedrío, decida ignorarlo. Si ésta es la decisión, lo que ocurrirá, no es la destrucción del mercado natural, sólo se destruirá el hombre; aunque, por el principio de supervivencia, de modo necesario, finalmente el orden se impondrá (aunque fuera por 'descarte', es decir, desaparecerá quien lo niegue quedando vivo el orden, dado que la no adaptación al mismo, hecho para el desarrollo de la naturaleza, implica negar, precisamente, el desarrollo)”[1]. ¿Lo captan?

Su funcionamiento, el funcionamiento de tal orden natural, descansa en un conjunto de mercados, definidos como toda institución social en la que los bienes y servicios, así como los factores productivos, se intercambian libremente.

De esta forma se contestan, según la perspectiva liberal, las tres preguntas fundamentales que se plantean a todo sistema económico: ¿qué producir?, ¿cómo producir? y ¿para quién producir? La mano invisible nos da las respuestas.

Los propios consumidores indican a los productores lo que debe producirse a través del funcionamiento natural de la economía -guiada en su hacer por la mano invisible-.

Su acción, por tanto, no requiere ningún fundamento moral: ella misma es la moralidad.

El mercado se corrige a sí mismo; el mercado funciona en base a su propia y sagrada ley moral natural, en este caso en forma de “mano invisible”, que hace a los hombres capaces de identificar qué es lo bueno y qué lo malo, y, en consecuencia, actuar de tal manera que la búsqueda de lo bueno se convierta en una práctica moral generalizada.

La mano invisible tiene la capacidad de armonizar estos comportamientos individuales, que buscan siempre lo mejor para cada persona de manera egoísta y convertirlos en un bien general para toda la comunidad.

La ley natural, definida en términos teológicos clásicos, volviendo con las comparativas, es la orientación fundamental hacia el bien inscrita en lo más profundo de nuestro ser, en virtud de la cual tenemos la capacidad de distinguir el bien del mal, y de orientar la propia vida, con libertad y responsabilidad propia, de modo congruente con el bien humano. La ley natural, según la teología cristiana, es en sí misma objetiva, universal e inmutable: su ignorancia equivaldría a desconocer el bien humano, a la persona como criterio ético.

Santo Tomás de Aquino la considera como un aspecto inseparable de la creación de seres inteligentes y libres, y por ello la entiende como la participación de la sabiduría creadora de Dios en la criatura racional.

Esta ley, dice Santo Tomás, “no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”.

Con estas palabras se quiere afirmar que la inteligencia humana tiene la capacidad de alcanzar la verdad moral, y que cuando esta capacidad se ejercita rectamente y se logra alcanzar la verdad, nuestra inteligencia participa de la Inteligencia divina, que es la medida intrínseca de toda inteligencia y de todo lo inteligible y, en el plano ético, de todo lo razonable.

Se le llama ley natural porque todo ser humano está sujeto a ella ya que contiene sólo los deberes que son derivados de la misma naturaleza humana y porque su esencia puede ser captada por la luz de la razón sin ayuda sobrenatural.

El seguimiento a dicha ley natural impone el orden natural antes mencionado que, para los creyentes, es a su vez un reflejo de la voluntad de Dios y que, en tanto tal, no puede ser puesto en duda.

Esto implica que existirá aun cuando el hombre, en uso de su libre albedrío, decida ignorarlo. Si ésta es la decisión, lo que ocurrirá, no es la destrucción del orden natural, sólo se destruirá el hombre; aunque, por el principio de supervivencia, de modo necesario, finalmente el orden se impondrá. ¿Lo recuerdan?

Simplemente hemos cambiado la palabra “mercado natural” por la palabra “orden natural” en el extracto del artículo del señor Alejandro A. Tagliavini citado anteriormente, y se podrá ver como cuadra a la perfección con todo lo dicho en relación a la ley natural y el orden natural del mundo según la percepción que de tales conceptos presenta la teología cristiana.

La mano invisible es, pues, la ley natural del Dios-mercado, y el resultado de su aplicación en el funcionamiento del mundo moderno y de la propia historia, una vez que se le deja hacer sin trabas, una vez que se permite que sean los propios sujetos quienes actúen de manera libre buscando su propio beneficio, es decir, una vez que se permite a los sujetos que alcancen por sí mismos la verdad del Dios-mercado y participen de su voluntad, constituye el orden natural del capitalismo contra el que no se puede ir, un orden que está dirigido al bien común.

Un orden que Friedrich Hayek, otro más de esos grandes profetas que han revelado al mundo la palabra divina de Dios-mercado, calificaba como “orden espontáneo”.

Por “orden espontáneo” Hayek se refiere a aquellos procesos sociales en los que interactúan una cantidad indeterminada de individuos, cada uno siguiendo fines particulares, sin sujeción a la dirección de nadie en particular, aunque sí sujetos a ciertas normas de carácter abstracto y universal que permiten una coordinación mutua, basada en una división del trabajo mucho más benéfica para el conjunto que la que resultaría de otros esquemas de planificación centralizada o socialista.

Abogaba, en consecuencia, por eliminar todas las funciones del estado que limitaran la posibilidad de los individuos de gestionar su propiedad privada y de ahorrar o gastar según el parecer de cada uno, pues la propiedad privada y el dinero son signos de libertad. De esta manera, una vez más, pasamos de hablar de economía a hablar de sociedad. No de la sociedad capitalista, no, de la sociedad en general.

Según el autor, la sociedad no respondería a una organización racionalizada, sino a un orden espontáneo fruto de la interacción de millones de seres humanos. Un orden espontáneo al que, por supuesto, huelga decirlo, si se le deja hacer, será beneficioso para la sociedad en su conjunto, así como para todos sus ciudadanos por separado. La divina providencia –de Dios-mercado- siempre es benévola con los hombres cuando estos no van contra su orden natural. El comercio, nos dice el citado Tagliavini, en otro de sus fabulosos artículos en Libertad Digital –titulado precisamente de semejante manera- “es más santo que Teresa de Calcuta”[2]. El libre comercio, claro está.

De hecho, según expone en tal artículo dicho autor, se podría recurrir a la más clásica tradición teológica y metafísica, para mostrar que el comercio implica un bien espiritual y también físico, “muy superior a las obras de caridad de la madre Teresa de Calcuta en todo el mundo”. Y, la verdad, no lo dudamos. Sobre creencias de fe, se puede llegar a –de-mostrar cualquier cosa, incluso que el Universo se hizo en seis días, y no a lo largo de miles de millones de años, como creen algunos otros.

[1] Alejandro A. Tagliavini. “El orden natural del mundo”. La Ilustración liberal. Nº 24 – Varia.

[2] Alejandro A. Tagliavini. “El comercio es más santo que Teresa de Calcuta”. Libertad Digital. 17-08-2009.

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