16 Febrero 2012
El afamado investigador y escritor suizo Erich von Däniken (1935) publicó en 1995 su libro conocido en castellano como "
El Retorno de Los Dioses" (Der Jüngste Tag hat längst begonnen), traducido en 1997 a nuestra lengua.
De su tercera sección, titulada El Regreso de los Dioses, hemos seleccionado estos fragmentos continuados, por causa del innegable interés que tienen las noticias que en ellos se contienen, donde establece la diferencia entre aquellos a quienes esperan algunas religiones mayoritarias y aquellos de otras religiones más antiguas.
No hay nada de sensacionalismo sino simple y lógica información, bien documentada, que más vale que no pase inadvertida.
El Regreso de los Dioses
"Nadie nos engaña nunca, somos nosotros quienes nos engañamos"Johann Wolfgang von Goethe
1749-1832
El Homo Sapiens ha temido a la muerte desde que fue capaz de pensar.
Contempla los ciclos de la muerte y el renacer en la Naturaleza. Ve las estrellas que palidecen al alba y vuelven a brillar de nuevo la noche siguiente. ¿Qué se encuentra entre la muerte y la nueva vida? ¿Alguna situación misteriosa de espera, de expectativa del nuevo nacimiento?
Los que están convencidos de que la vida continúa más allá de la muerte pueden encontrar la fuerza suficiente para enfrentarse a la muerte con una relativa firmeza de ánimo. Pero persiste el miedo a la muerte; pues, tal como sabemos por propia experiencia, la esperanza es titubeante y dudosa.
El miedo del individuo es, también, el terror de las masas. Naciones enteras temen la guerra, la bomba atómica, la destrucción del medio ambiente.
Muchos piensan con inquietud y con aprensión en los sucesos terribles con los que nos amenazan los textos sagrados:
el fin del mundo, o el Día del Juicio.
En el Nuevo Testamento, Marcos anuncia (13:24-25):
«Empero en aquellos días, después de aquella aflicción, el Sol se oscurecerá y la Luna no dará su resplandor; y las estrellas caerán del cielo, y las virtudes que están en los cielos serán conmovidas».
Su colega Lucas es más concreto todavía: indica, incluso, las señales de advertencia que precederán al Día del Juicio (21:10-26).
«Se levantará gente contra gente y reino contra reino. Y habrá grandes terremotos, y en varios lugares hambres y pestilencias; y habrá espantos y grandes señales del cielo (...).
Entonces habrá señales en el Sol y en la Luna, y en las estrellas; y en la tierra angustia de gentes por la confusión del sonido de la mar y de las ondas; secándose los hombres a causa del temor y expectación de las cosas que sobrevendrán a la redondez de la Tierra: porque las virtudes de los cielos serán conmovidas».
El Corán describe también estos sucesos turbulentos en términos no menos dramáticos (sura 82):
«Cuando el cielo se hienda, cuando las estrellas se dispersen, cuando los mares confundan sus aguas, cuando las tumbas estén trastornadas, entonces todas las almas verán sus acciones y sus omisiones».
El Día del Juicio se recuerda incluso en el canto gregoriano, en esas canciones tan sencillas pero tan impresionantes que todavía se cantan en los monasterios católicos. El Dies Irae (literalmente, «el día de la ira») se canta en la liturgia de los difuntos.
Se dice que en este mismo tiempo de destrucción turbulenta aparecerá el «juez» del día del juicio.
En Marcos (13:26-27) leemos:
«Y entonces verán al Hijo del hombre, que vendrá en las nubes con mucha potestad y gloria. Y entonces enviará sus ángeles, y juntará sus escogidos de los cuatro vientos, desde el cabo de la Tierra hasta el cabo del cielo».
Lucas (21:28) añade otra frase:
«Y cuando estas cosas comenzaren a hacerse, mirad, y levantad vuestras cabezas, porque vuestra redención está cerca».
El Apocalipsis
Naturalmente, sólo se van a salvar los leales y los fieles, los devotos, los que creen ciegamente en las sagradas escrituras.
Pero si me preguntáis en qué sagradas escrituras, no sabría decíroslo, pues todas las religiones de esta casa de locos terrenal creen que sólo sus escrituras revelan la verdad. Está profetizado que un juez celestial aparecerá «sobre las nubes» para medir las obras buenas y malas con una vara inapelable.
Y antes de que los afortunados escogidos sean llevados al cielo, el resto de la Humanidad será azotado, golpeado, torturado y descuartizado.
Es Juan quien nos proporciona la descripción más apasionante de todo ello en su libro llamado Revelación o Apocalipsis, el último de los textos que figuran en el Nuevo Testamento. Leemos en él que se romperán y se abrirán nueve sellos y que con cada uno de los sellos vendrán nuevas plagas a azotar a la Humanidad.
Sonarán trompetas, y con cada toque sucederán hechos horribles en los que se convierte en sangre una tercera parte del mar, muere la tercera parte de todas las criaturas y se hunde la tercera parte de todos los barcos.
Pero es peor todavía lo que pasa cuando suena la tercera trompeta (8:10-11):
«Y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó en la tercera parte de los ríos, y en las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella se dice Ajenjo.
Y la tercera parte de las aguas fue vuelta en ajenjo, y muchos hombres murieron por las aguas, porque fueron hechas amargas».
Por último, el Sol y la Luna quedan envueltos en la oscuridad y la gente sufre la plaga de todas las criaturas imaginables (langostas, escorpiones, etcétera) sin el consuelo de poder morir.
El terror no tiene fin: entran en escena caballos con cabeza de león que vomitan fuego, humo y azufre.
No tengo idea de qué cerebro surgieron estas pesadillas, ni de qué tipo de «visiones» sufría Juan. Lo que sí sé es que se pueden encontrar diversos elementos de este Apocalipsis tanto en los textos muy antiguos de Enoc, como en los de Daniel, mucho más reciente (7:1-27).
Por contraste con las catástrofes que han ocurrido hasta ahora en la historia mundial y que se han ceñido a regiones geográficas relativamente pequeñas, el Apocalipsis de Juan profetiza una destrucción mundial de la que no se librará nadie, y un juicio y ajuste de cuentas final.
¿De donde proceden, pues, estas ideas, estas imágenes de un terrible ajuste de cuentas seguido de la redención de los elegidos? Y, más concretamente: ¿qué clase de Dios «infinitamente misericordioso» es éste que atormenta y mata a los no-creyentes y los deja asarse en el fuego eterno del infierno?
La imaginación humana no sólo puede tener visiones hermosas: es igualmente capaz de evocar escenas terribles. Las personas iracundas desean que sus enemigos vayan al infierno, y a continuación se imaginan el infierno en su forma más espeluznante.
También está claro que las personas buscan un consuelo a sus sufrimientos terrenales esperando un mundo más hermoso en el que las cosas les irán mejor. Por extensión, pueden desear también que los otros (los malos, los injustos, los ricos, los ateos, etcétera) reciban su merecido y que les toque sufrir mientras ellos beben el néctar de los dioses y gozan de la gloria del paraíso.
Ay, qué injusto es el mundo:
pues a mí me va mal mientras a ti te va bien.
El mundo sería mucho menos perverso
si yo estuviera mejor y tú estuvieras peor.
Cuanto peor están las cosas en el mundo, más anhelan las personas una Edad de Oro futura en la que reinen la justicia y la igualdad.
Como «de la nada no puede salir nada», ni siquiera una edad de oro, hace falta un rey de algún tipo, un jefe, un resucitado, un redentor, un profeta; en otras palabras, alguien que tenga el poder suficiente para limpiar esta pocilga y para sacarnos de aquí.
Este deseo, comprensible psicológicamente, es responsable de todas las resurrecciones, de todos los mesías y de todos los profetas que hemos disfrutado a lo largo de los siglos. [...]
Creyentes y No-Creyentes
A mí no me cuesta ningún trabajo rechazar las profecías de los charlatanes, incluso las de los que se revisten con los ropajes de la ciencia. Siempre es fácil reconocerlos por su apego al presente y a ideologías determinadas.
Tampoco me cuesta trabajo, siquiera, comprender el caso de profetas como,
...aunque este último afirme que es Dios.
Sus dotes asombrosas y, si se quiere, sus conocimientos universales, pueden ser explicados por una teoría moderna, razonable y deducida matemáticamente que fue formulada por el físico atómico francés Jean E. Charon.
Dice lo siguiente:
La materia y el espíritu están unidos inseparablemente entre sí. En todo átomo, o, para ser más exactos, en todo electrón, se contiene la inteligencia total del universo.
(Charon, E.: Der Geist der Materie, Viena/Hamburgo, 1979)
Así se explican los conocimientos de los profetas, aunque ellos mismos no sean conscientes de dónde les vienen estos conocimientos, lo cual es, en sí mismo, una contradicción.
Pero sí me cuesta trabajo comprender un plano muy diferente: el de las religiones, que nos dicen que el Día del Juicio los no-creyentes morirán ahogados o ejecutados, pasados a espada, envenenados (con «agua amarga»), a tiros o aplastados por los terremotos, o serán eliminados por algún desastre de otro tipo.
Pero ¿cuáles no-creyentes?: ¿los que no creen en los dogmas católicos?, ¿los que han tenido la desventura de ser educados en una iglesia cristiana?, ¿los que tienen la mala suerte de no haberse criado en tierras árabes o asiáticas?, ¿los que no conocen las enseñanzas del Corán, o las del budismo, o las del hinduísmo?, ¿los que pertenecen a la religión sintoísta del Japón?, ¿o los que no se adhieren al Libro de Mormón?
¡Parece que nuestro querido Dios y Señor ha dejado las cosas muy confusas, de una manera u otra!.
Casi todas las religiones esperan a un redentor de algún tipo, a un salvador, a un mesías que se habrá de reencarnar. Para el cristianismo, esta figura es la de Jesucristo, el salvador que nos redimió hace 2.000 años del peso ominoso del pecado original, pero que se espera que habrá de regresar «entronizado en las nubes» para juzgarnos.
Pero ¿a qué se debe que Jesús se convirtiera en el mesías de los cristianos, pero que su propio pueblo, el judío, no lo reconociera como tal?
Todo esto es tan confuso, y está acompañado (como era de esperar) de tantos miles de comentarios farragosos, que debo concentrarme en las cuestiones esenciales.
¿Fue Jesús el Mesías?
Parece muy dudoso que debamos elevar a Jesús a la categoría de salvador cristiano, o incluso judío; no sólo porque, al contrario de lo que decían las profecías, no hubo una paz duradera después de su venida, sino también porque el reinado de la casa de David, que se suponía debía durar toda la eternidad, se extinguió hace miles de años.
El libro «profético» de Isaías se traduce a veces en tiempo presente («Nos es nacido un niño»), a veces en futuro («El aumento de su reino y de la paz no tendrá fin»).
El niño esperado no podía haber nacido todavía en tiempos de Isaías, lógicamente. Por lo tanto, resulta útil saber que el alefato hebreo en que están escritos los textos proféticos sólo contiene las consonantes y no puede reflejar el futuro gramatical (Baumgartner, W: Hebraisches Schulbuch, Basilea, 1971).
Para facilitar la lectura, las vocales se indicaban con puntos pequeños entre las consonantes.
En el texto original existía el imperfecto (pasado continuo) y el perfecto (pasado completo). No existía el futuro. Por lo tanto, los traductores podrán hacer las interpretaciones que quieran, y así es como el pasado continuo se convierte (abracadabra) en una posibilidad futura.
Los estudiosos están en desacuerdo, por supuesto, sobre qué pasajes de Isaías son auténticos. Siempre que un experto afirma que el libro de Isaías primitivo ha sufrido una reestructuración general, añadidos y supresiones, sale otro que declara lo contrario. Son disputas teológicas a las que me he ido acostumbrando con el paso de los años.
Nadie conoce la verdad, pero no hay profecías mesiánicas a las que se haya atribuido una importancia tan universal como las de Isaías 9:6 y Daniel 7:27.
El que desea a toda costa encontrar la figura mesiánica de Jesús a partir de estas vagas indicaciones y formulaciones se pega un batacazo inevitable cuando tiene que enfrentarse con los datos históricos. Tras la vida de Jesús no apareció un poder único ni un reino eterno. Los teólogos cristianos lo saben, por supuesto, y por eso se inventaron un hipotético «reino eterno» que habrá de seguir al Día del Juicio.
Lo que no se nos ha aparecido todavía tendrá que aparecérsenos en el futuro: ¡cualquier cosa, con tal de mantener la esperanza!.
El que se abre camino por el desierto de las discusiones teológicas llega a reconocer en los antiguos textos una esperanza dirigida hacia el futuro, una profecía de algún suceso importante que tendrá lugar en algún momento dado. Los profetas y los escritores apocalípticos imaginaron este suceso de diversos modos. Los profetas patriarcales prevén claramente que la escena tendrá lugar en la Tierra, mientras que los escritores apocalípticos se la imaginan en algún lugar por encima de la Tierra.
El teólogo doctor Werner Küppers hace el siguiente comentario revelador:
«La luz que arroja esta esperanza brilla sobre un fondo oscuro, y en su punto focal aparece la forma cambiante de una figura misteriosa: un Hijo del Hombre de aspecto humano, el elegido de la rectitud, la estrella de la paz, el nuevo sacerdote, el hombre, el Mesías. ¿Cómo hemos de entender tal combinación: una figura de una altura puramente coincidente, que es más que un simple hombre pero que tampoco es ángel ni Dios?»
(Küppers, W: Das Messiasbild der spátjüdischen Apokalyptik, Berna, 1933).
La teología judía se aferra al Mesías como «hombre de origen humano» (Klausner, J.: Der jüdische und der christliche Messias, Zurich, 1943); muchas veces no se le representa como una personalidad individual, sino como el conjunto de todo el pueblo de Israel.
La teología cristiana lo ve de manera diferente: como figura mesiánica equivalente al «hijo de Dios».
Pero ambas versiones teológicas dejan sin respuesta diversas preguntas. ¿Dónde surgió la idea de un mesías?; ¿qué antigüedad tiene esta idea? No tiene mucho sentido citar a profetas como Isaías, Daniel o Ezequiel si sabemos que sus textos han sido manipulados y reescritos. Por la misma causa, tampoco podemos confiar en ellos para determinar fechas con alguna precisión: la idea de un mesías es, claramente, mucho más antigua que los profetas.
Lo que ellos han registrado no son más que los vestigios en la memoria popular de una expectativa que ha existido desde la expulsión del paraíso. Los profetas, y sus redactores posteriores, se apoyaban en la sabiduría tradicional que abarcaba las esperanzas y las expectativas de todo un pueblo.
Esta esperanza ya formaba parte integral - quizás era incluso una preocupación central - de una raza de seres humanos antes de que se registrase por escrito ninguna palabra. Las expectativas de ser salvados y liberados son,
«muy antiguas, anteriores con mucho a los profetas»
(Dürr, L: Ursprung und Ausbau der israelitisch-jüdischen Heilandser-wartung, Berlín, 1925).
«Los israelitas han legado al mundo tres dones - escribe el teólogo Leo Landmann - el monoteísmo, los edictos morales y los profetas verdaderos. A éstos debe añadirse un cuarto: la fe en el mesías»
(Landmann, L: Messianism ín the Talmudic Era, Nueva York, 1979).
Es fácil demostrar lo contrario: muchas culturas y pueblos antiguos tenían expectativas mesiánicas.
En 1919 el teólogo H. W Schomerns escribió:
«La certidumbre de la superioridad del cristianismo, de su validez absoluta, en efecto, sobre todas las religiones, refuerza y edifica al pueblo cristiano».
(Schomerns, H. W: Indische Erldsungslehren, Leipzig, 1919)
Yo creo que estas afirmaciones deberían moderarse con un conocimiento de las otras religiones.
Deberíamos empezar por leer acerca de ellas y por entenderlas; y cualquier persona que, después de estos estudios, siga otorgando al cristianismo una superioridad absoluta, está cerrando los ojos y apoyándose en la fe ciega.
La fe es una cuestión individual. Yo, personalmente, respeto las creencias de toda persona. Pero creo que es un error infravalorar las demás religiones: han conservado su intensidad y su poder de fascinación durante miles de años, durante más tiempo que el cristianismo en muchos casos.
Todas las religiones, sean pre o post-cristianas, contienen la idea de la redención. Todas, sin excepción, esperan con impaciencia las señales celestiales y el regreso prometido de su mesías. La más importante y, sin duda, la más dinámica de las religiones post-cristianas es el Islam.
En el libro sagrado de los musulmanes, el Corán, Jesús es aclamado como profeta, pero no es venerado como Mesías ni como hijo de Dios.
El Mesías del Islam
Sólo el cristianismo cree que Jesús es el Mesías y el Redentor. Ninguna de las otras grandes religiones del mundo admite esta creencia, ni el judaismo ni el islam, ni mucho menos las religiones de Asia.
Ahora bien, todas estas religiones del mundo han tenido y siguen teniendo sus propios y excelentes investigadores, pensadores y exégetas. Todas ellas han tenido y siguen teniendo escuelas y lugares de estudio de primera categoría, con ejércitos de expertos políglotas.
Pero a mí, como profano en teología, me parece asombroso que sobre la base de unos mismos materiales, todas estas cabezas pensantes inteligentísimas lleguen a versiones completamente diferentes de la verdad.
El judaismo, el islam y el cristianismo basan sus exégesis en unos mismos profetas antiguos.
¿Cómo puede decirse, pues, que la exégesis es una ciencia exacta? Si lo fuera, sin duda podría esperarse de ellos que llegaran a resultados semejantes. Como claramente no es así, yo digo que ya nadie conoce la verdad. Estos investigadores se limitan a servir a su propia causa, crean en ella o no.
El Islam contempla también la idea del Día del Juicio y del ajuste de cuentas final. Del mismo modo que el Apocalipsis de Juan, el Corán nos dice (sura 21, versículo 104):
«Ese día plegaremos los cielos, del mismo modo que se enrolla un documento. Del mismo modo que hemos producido la creación, así la haremos desaparecer...»
O, de manera semejante a las trompetas del Apocalipsis, otro versículo del Corán (sura 20, versículo 103) dice:
«El día en que sonará la trompeta y en que reuniremos a los culpables, que tendrán entonces los ojos azules».
El sura 17, versículo 59, comenta incluso que no quedará en pie ninguna ciudad tras el día del castigo y de la resurrección.
Y ¿cuándo habrá de suceder esto? Éste es un secreto de Alá (sura 21, versículo 41): «El castigo los sorprenderá de improviso y los dejará estupefactos; no podrán alejarlo de sí ni obtener dilación».
El mesías islámico se llama «el Mahdi». Tanto el profeta Mahoma como los diversos imanes que fueron sus sucesores anunciaron el regreso del Mahdi. Los imanes (los grandes maestros del islam) siempre tuvieron por impías las especulaciones acerca de la fecha de la venida del Mahdi, pues era un secreto que sólo conocía Alá.
Del mismo modo que en el judaismo y en el cristianismo, la literatura sobre la segunda venida del Mahdi llena bibliotecas enteras. No hay cuestión alguna sobre este tema que no haya pensado y escrito alguien. Un extranjero preguntó una vez al quinto imán, Al Baquir, qué señales se verían antes del regreso del Mahdi.
El imán respondió:
«Sucederá cuando las mujeres se comporten como hombres y los hombres como mujeres; y cuando las mujeres monten a caballo con silla de montar y a horcajadas como los hombres. Sucederá cuando las profecías falsas se tengan por verdaderas, y cuando las profecías verdaderas se rechacen; cuando los hombres derramen la sangre de otros hombres por cuestiones de poca monta, cuando realicen actos indecentes y cuando dispersen y derrochen el dinero de los pobres»
(Ayoub, M.: Redemptive Suffering in Islam, Nueva York/París, 1978).
Según estos criterios, el Mahdi ya debería haber llegado hace mucho tiempo.
Sin olvidar que, antes de que venga el Mahdi,
«aparecerán sesenta hombres que se harán pasar por profetas».
Según mis cálculos, deben de haber existido muchos más de sesenta mil falsos profetas hasta la fecha.
Existe la misma confusión teológica en lo que respecta al regreso del Mahdi que la que encontramos acerca del Mesías en el judaismo y en el cristianismo. Todas las grandes religiones del mundo esperan a un mesías, pero nadie sabe cuándo llegará. Esta figura mesiánica suele verse en relación con las estrellas, con el firmamento y con el juicio último de las obras humanas.
Se supone que vendrá acompañado de huestes de ángeles, que poseerá un poder inmenso y que estará entronizado en las nubes. ¿Proceden estas creencias de un núcleo de recuerdo popular? ¿Recuerdan una primera promesa, un «volveremos»?
Para dar más precisión a estas vagas hipótesis, debemos estudiar unas tradiciones diferentes y más antiguas que las del Corán o las del Apocalipsis cristiano.
La palabra Avesta procede del persa medio y significa «texto básico» o «instrucción básica». El Avesta contiene todos los textos religiosos de los parsis, o seguidores modernos de Zoroastro. Se supone que Zoroastro fue concebido por una virgen. Cuenta la tradición que bajó del cielo una montaña adornada con luz pura.
De la montaña salió un joven que implantó el embrión de Zoroastro en el vientre de su madre. Los parsis se negaron a aceptar el Corán como libro sagrado, pues su religión era más antigua que el Islam. Emigraron a Irán y a la India. Aunque su lengua, el gujarati, es una lengua hindú moderna, siguen practicando el culto en la lengua religiosa del Avesta, de manera semejante a la tradición católica de celebrar el culto religioso en latín.
Los parsis se encuentran con un dilema semejante al de los seguidores de otras religiones:
sólo se conserva aproximadamente la cuarta parte de los textos originales del Avesta. Algunas partes de los textos de esta antigua religión persa se conservaron en textos cuneiformes que fueron escritos por orden del rey Darío el Grande (558-486 a.C), por su hijo Jerjes (h. 519-465 a.C.) y por su nieto Artajerjes (h. 424 a.C.).
El dios más importante de esta religión se llama Ahura Mazda [Ormuz], que creó el cielo y la Tierra.
¡Alabadas Sean las Estrellas!
En los textos parsis, las estrellas fijas están ordenadas en diversas agrupaciones estelares, cada una de las cuales está sujeta a determinados «comandantes».
Las huestes celestiales son francamente militaristas: hay «soldados» de las constelaciones, y se libran batallas por todo el universo.
Se alaba a las diversas estrellas con términos muy exaltados (Afrigan Rapithwin, versículo 13):
Alabamos a la estrella Tistrya, la brillante y majestuosa.
Alabamos a la estrella Catavaeca, que gobierna las aguas.
Alabamos a todas las estrellas que contienen simientes de agua.
Alabamos a todas las estrellas que contienen simientes de árboles.
Alabamos a las estrellas que se llaman Haptoiringa, las sanadoras, opuestas a las Yatus...
(Dalberg, E von: Scheik Mohammed Fani s Dabistan oder von der Religión der dltesten Parsen, Aschaffenburg, 1809).
Estos homenajes parecen ser algo más que meros adornos de la fantasía pura, pues los parsis poseían, desde un principio, cierto grado de conocimientos astronómicos.
Sabían, por ejemplo, que los planetas eran «cuerpos simples de forma redonda». Desde los tiempos más remotos, en los templos de los parsis se había venerado a los diversos dioses y a sus lugares de origen en el universo, de modos tales que casi presagiaban la revolución del pensamiento astronómico que desencadenó Galileo Galilei en 1610.
En cada templo se encontraba un modelo circular del planeta al que estaba dedicado. En cada templo se llevaba una ropa especial y se seguían unas costumbres determinadas en función del planeta al que se veneraba. En el templo de Júpiter había que presentarse vestido de juez o de erudito; en el templo de Marte, por su parte, los parsis iban vestidos de rojo, llevaban ropas militares y tenían que conversar «con tonos soberbios».
En el templo de Venus había risas y bromas; en el templo de Mercurio había que hablar como orador o como filósofo. En el templo de la Luna, los sacerdotes parsis se comportaban como niños que juegan a luchar entre sí y daban saltos y volteretas. En el templo del Sol había que llevar ropas de brocado y había que comportarse «como corresponde a los reyes del Irán».
La quadriga solis, el carro de cuatro caballos con corceles alados, procede del folklore iranio (Widengren, G.: Hochgottglau.be im alten han, Upsala/Leipzig, 1938; Reitzenstein, R.: Das iranische Erlösungmysterium, Bonn, 1921); en la versión parsi, los dioses de los planetas se turnan para conducir el carro del Sol. Y en los textos del Avesta se alaba al carro celeste y a sus conductores en los términos siguientes (Yasna, capítulo 57, versículo 27):
Cuatro corceles,
blancos, brillantes, relucientes,
astutos, prudentes, sin sombra,
cabalgan por las regiones celestiales (...)
más veloces que las nubes,
más veloces que las aves,
más veloces que las flechas,
adelantan a todos
los que los siguen...
En estos textos abundan en el universo tales máquinas voladoras.
Casi no hace falta decir siquiera que los parsis esperaban la reaparición de sus dioses. Creían que los «seres de luz» (Abegg, E.: Der Messiasglaube in Indien und Irán, Berlín/Leipzig, 1928) volverían a descender de los cielos y a salvar a la Humanidad atribulada.
El propio Zoroastro preguntó a su dios Ahura Mazda sobre el fin del mundo, y éste le dijo que habría una batalla final entre los buenos y los corrompidos. Bajarían de los cielos muchos «archiconquistadores». Éstos serían inmortales y poseerían el conocimiento de todas las cosas. Antes de que aparezcan en los cielos, el Sol se cubrirá de oscuridad, habrá terremotos y fuertes tormentas y vientos y caerá una estrella del cielo.
Después de una batalla terrible, en las que los ejércitos se enfrentarán en masa, alboreará una nueva Edad de Oro. La Humanidad adquirirá entonces tales conocimientos en las artes de la curación que,
«podrán curarse los unos a los otros, aun cuando estén próximos a la muerte».
Esta versión de la «redención» no parece demasiado diferente de la que nos encontramos en otras religiones, aparte de la presencia de estos «archiconquistadores», de los dioses procedentes de los mundos estelares, que aparecen como salvadores definitivos y esperados.
La Edad de Oro
En el hinduísmo todo se complica más por la existencia de deidades multiformes.
Al principio de las cuatro épocas del mundo hubo una Era de los Dioses, la Krita-yuga o Deva-yuga. Este período fue perfecto en todos los sentidos, pues en él no existía ni la enfermedad ni la envidia, ni el enfrentamiento, ni la mala voluntad, ni el miedo, ni el dolor.
En aquellos tiempos, según las enseñanzas hinduístas, todas las personas tenían fijo su propósito únicamente en el Brahma superior, e incluso los miembros de las cuatro castas vivían en armonía entre sí. La vida y los propios seres humanos eran sencillamente perfectos. La gente se dedicaba a hacer una vida ascética y al estudio de las escrituras. Los deseos materiales eran desconocidos.
La gente amaba la verdad y el conocimiento. No había injusticia, pues nadie sentía ningún anhelo terrenal.
En el Bhagavata-Purana, uno de los muchos textos de la religión hinduísta, se describe a las gentes de esa edad dorada como satisfechos, amistosos, pacientes, delicados y misericordiosos. Eran felices porque llevaban la paz en sus corazones y no estaban reñidos con nada.
Era, por lo tanto, un mundo que apenas podemos imaginarnos. Actualmente, por supuesto, los deseos y los anhelos nos arrastran de un lado a otro. La idea de una Era de felicidad absoluta que no está teñida de deseos nos resulta muy ajena. Pero esta Edad de Oro del hinduísmo no es, por así decirlo, más que un deseo proyectado sobre el futuro lejano. Tal como fue la «edad soñada», así volverán a ser las cosas en el futuro.
Volverá una Era de belleza, de fuerza, de juventud y de armonía.
El hinduísmo no tiene una pareja «fundadora» como Adán y Eva; Brahma creó a ocho mil personas de una vez, mil parejas de cada casta, que eran como los seres divinos. Los miembros de estas parejas se amaban entre sí, pero no produjeron hijos. Sólo al final de sus vidas engendraron dos hijos cada una de estas parejas; no por el sexo, sino sólo por el poder del pensamiento. Así, la Tierra se pobló de seres espirituales.
Este feliz estado de cosas perduró hasta que los espíritus negativos, además de los dioses de todo tipo, introdujeron el caos y la confusión entre los seres humanos. Se concebía a los dioses como seres enormemente poderosos e inmortales, pero que eran semejantes a los seres humanos en todos los demás sentidos y que estaban dotados de personalidades individuales.
La más alta de estas deidades era el «Príncipe del universo, que lo gobernaba todo» (Schomems, H. W: op. cit.).
Los dioses hindúes son tantos, tan diversos y están tan interrelacionados entre sí que no puedo describirlos aquí con mayor detalle. Baste decir que los dioses habían dominado el arte de viajar por el aire y por el espacio por medio de máquinas voladoras de toda clase y de todo tipo.
Todos estos objetos voladores tenían un carácter real y material:
no eran espirituales ni eran fruto de la fantasía ni de la imaginación.
La palabra veda significa «conocimiento sagrado».
Uno de estos textos, el Rig-veda, es una colección de 1.028 himnos a los dioses. Afirma sin ambigüedades que estas máquinas voladoras venían del cosmos a la Tierra, y que los dioses bajaron en persona a impartir conocimientos a los seres humanos.
Del mismo modo que en las leyendas judías, en los textos hindúes se describen batallas entre los dioses; pero no en un cielo indefinido de gloria espiritual, sino «en el firmamento», «sobre la Tierra».
La Guerra de las Galaxias
En el «Vanaparvan», que pertenece al antiguo Mahabharata hindú (capítulos 168-173), se describen las residencias de los dioses como asentamientos en el espacio, que giraban en órbita muy por encima de la Tierra.
Lo mismo puede encontrarse en el capítulo 3, versículos 6-10, del Sabhaparva.
Estas estaciones espaciales gigantescas tenían nombres tales como Vaihayasu, Gaganacara y Khecara. Eran tan enormes que las naves-lanzadera (los vimanas) podían entrar en su interior por enormes puertas.
No estamos hablando de unos fragmentos oscuros que nadie puede estudiar, sino de unos textos hindúes tradicionales y antiguos que se encuentran en cualquier biblioteca importante. En la parte del Mahabharata llamada «Drona Parva», página 690, versículo 62, podemos leer que tres ciudades grandes y hermosamente construidas giran alrededor de la Tierra.
De éstas se extiende la discordia a las gentes de la Tierra, y también a los propios dioses, en una guerra de proporciones galácticas (versículo 77):
«Siva, que viajaba en este carro muy excelso que estaba compuesto de todas las fuerzas del cielo, se preparó para la destrucción de las tres ciudades [celestiales]. Y Sthanuy, este jefe de los destructores, este azote de los Asuras, este gran luchador de valor sin límite, dispuso sus fuerzas en excelente formación de combate (...).
Cuando las tres ciudades volvieron a cruzarse entre sí en sus caminos por el firmamento, el dios Mahadeva las atravesó con un terrible haz de luz de la boca triple de su arma.
Los Danavas no podían mirar el camino de este haz de luz, que tenía el alma del fuego-yuga y contenía el poder de Visnú y de Soma. Mientras los tres asentamientos empezaban a arder, Parvati se apresuró a acercarse para contemplar el espectáculo»
(Roy, D. R: The Mahabharata, Drona Parva, Calcuta, 1888).
Los dioses del hinduísmo libraban batallas entre sí «en el firmamento», como Ismael (o Lucifer) en la tradición judía:
«Ismael era el mayor príncipe de los ángeles del cielo (...). E Ismael se unió con todos los ejércitos más altos del cielo contra su Señor; reunió a sus ejércitos a su alrededor y descendió con ellos y se puso a buscar una compañera en la Tierra».
Y ¿qué leemos en Enoc? Éste describió el motín de los ángeles, y enumeró, incluso, sus nombres.
Este núcleo de la tradición (la batalla en el cielo, la lucha entre los dioses) es lo decisivo, y el concepto simplista del cielo que aceptan las diversas religiones hace de ello una farsa.
En el hinduismo, los seres humanos alcanzan la serenidad absoluta por medio de sus propios poderes, a través de ciclos continuos de nuevos nacimientos durante los cuales mejoran y limpian su karma. Pero a esto les ayudan los dioses, y en último extremo el dios universal Brahma. Pero los hinduístas también están familiarizados con la idea del regreso de los dioses.
Visnú nacerá un día como Krishna y salvará a la Tierra del lío en que se ha metido.
Es un misterio para los occidentales el papel que desempeña en todo esto el concepto del karma o de la reencarnación. ¿Cómo llegaron a creer los hinduistas en un ciclo continuo de renacimientos, en el que llevan a cuestas de una vida a otra sus obras buenas y malas?
La doctrina extraordinariamente compleja del karma se describe con gran detalle en la religión jainista.
El jainismo es, con el budismo y el hinduismo, una de las tres grandes religiones de la India. El jainismo surgió en el norte de la India siglos antes de la aparición del budismo y fue difundiéndose por todo el subcontinente. Sus seguidores afirman que fue fundado en tiempos muy antiguos, hace miles de años. Creen que sus enseñanzas son eternas e imperecederas, aunque puedan yacer olvidadas durante largas épocas.
La religión jainista aparece recogida en una serie de textos pre-budistas que son francamente extraordinarios: no merecen otro calificativo.
La Ciencia Antigua
La literatura teológica y científica del jainismo contiene relatos que hablan de hombres santos, canciones sobre los creadores primigenios, así como preceptos de todo tipo.
Estos textos, de modo parecido a la Biblia, están recopilados bajo el título genérico de Shvetambaras. Se dividen en 45 secciones, cuyos títulos son todos verdaderos trabalenguas.
El «Vyahyaprajnaptyanga» presenta todas las enseñanzas del jainismo con diálogos y leyendas. El «Anuttaraupapatikadashan-ga» cuenta las historias de los santos primigenios que ascendieron a los mundos celestiales más altos.
La sección titulada «Purvagata» contiene libros y descripciones científicas.
Dentro de ésta, el «Utpada-Purva» trata de la formación y de la disolución de todas las diversas sustancias (química). El «Viryapravada-Purva» describe las fuerzas que están activas en la sustancia de los dioses y de los grandes hombres. El «Pranavada-Purva» estudia el arte de la curación. El «Lokabindusara-Purva» trata de las matemáticas y de la redención.
Por si todo esto no fuera suficiente, existen también los 12 «Upangas», que describen todos los aspectos del Sol, la Luna y de otros cuerpos planetarios, así como de las formas de vida que los habitan.
Además, el «Aupapatika» nos explica el modo de alcanzar la existencia divina. También se nos proporciona una lista de reyes divinos (Prakirnas, libro 7).
Aparte de estas escrituras, se supone que existieron libros en las nubes primigenias del tiempo, pero que se han perdido. Pero los jainistas creen que estas escrituras fueron transmitidas oralmente, de sacerdote a sacerdote, a lo largo de las generaciones. No les inquieta su pérdida, pues siempre están apareciendo reencarnaciones de los antiguos profetas que revelan de nuevo su contenido, en la medida en que la gente y los tiempos estén preparados para recibir tales enseñanzas.
El contenido de los textos perdidos sólo se ha conservado en fragmentos, pero incluso éstos tratan de las cosas más asombrosas:
Cómo viajar a tierras lejanas por medios mágicos.
Cómo hacer milagros.
Cómo transformar las plantas y los metales.
Cómo volar por los aires.
También en la literatura sánscrita se describe el vuelo por los aires.
En mi libro Der Gótter-schock trato con detalle de este tema (Däniken, E. von: Der Gótter-Schock, Munich, 1992).
Según las enseñanzas jainistas, la época en que vivimos no es más que una entre muchas. Antes de nuestro tiempo hubo otros periodos cósmicos, y dentro de poco tiempo (hacia el año 2000) habrá de empezar una época nueva. Estas épocas nuevas siempre vienen anunciadas por veinticuatro profetas, los tirthamkaras.
Los profetas de nuestra época están naciendo ahora, o quizás ya sean adultos. Los jefes religiosos del jainismo creen conocer, incluso, sus nombres y otros detalles de sus vidas.
Fechas Imposibles
El primero de estos tirthamkaras fue Rishabha. Vivió en la Tierra durante un tiempo asombroso: 8.400.000 años.
Rishaba tenía proporciones gigantes. Todos los patriarcas que lo sucedieron fueron cada vez menos longevos y menos altos; no obstante, el vigésimo primero (que se llamaba Arishtanemi) llegó a vivir 1.000 años y medía diez codos de alto.
Sólo los dos últimos, Parshva y Mahavira, alcanzaron una edad que a nosotros nos parecería «razonable». Parshva vivió cien años y sólo medía nueve pies [2,74 metros] de estatura, mientras que Mahavira, el vigésimo cuarto tirthamkara sólo alcanzó los 72 años de edad y sólo medía 7 pies [2,12 metros].
Los jainistas sitúan la aparición de sus tirthamkaras en unos tiempos tan antiguos que dan vértigo. Se supone que los dos últimos murieron en el 750 y en el 500 a.C, respectivamente, mientras que el sucesor de Rishabha (el primer patriarca) adornó la Tierra con su presencia durante unos 84.000 años.
Estos números que se nos presentan delante deberían llamar la atención, verdaderamente, a nuestros investigadores de mitos, y también a nuestros teólogos. ¿Por qué? Porque tenemos aquí, bien empaquetados dentro de conceptos religiosos, un núcleo de recuerdo popular que sale a relucir en muchos libros sagrados y no tan sagrados. Permítanme que les refresque la memoria muy brevemente, en estilo telegráfico.
En la antigua lista de los reyes babilónicos (WB 444) se cuentan diez reyes desde la creación de la Tierra hasta el diluvio. Estos reyes reinaron durante un total de 456.000 años, año más, año menos. Después del diluvio, «volvió a bajar del cielo el reino una vez más» (Däniken, E. von: Profeta del Pasado, Martínez Roca, 1979), y los 23 reyes siguientes reinaron durante un total de 24.000 años, 3 meses y 3 días y medio.
A los patriarcas bíblicos se les atribuyen unas edades igualmente increíbles. Se afirma que Adán vivió más de 900 años; Enoc tenía 365 años cuando ascendió entre las nubes, y su hijo Matusalén vivió 969 años.
En el antiguo Egipto las cosas no fueron diferentes.
El sacerdote Manetón dejó escrito que el primer monarca divino de Egipto había sido Hefaisto, que también había traído el don del fuego. Después de él vinieron Cronos, Osiris, Tifón, Horus, y el hijo de Isis.
Después de los dioses, la raza de descendientes de los dioses reinó durante 1.255 años. Y después vinieron otros reyes que reinaron durante 1.817 años. Tras esto, otros 30 reyes reinaron durante 1.790 años. Y tras esto, otros diez durante 350 años. El reino de los espíritus de los muertos y de los descendientes de los dioses abarcó 5.813 años (Karst, J.: Eusebius-Werke, vol. 5., Die Chronik, Leipzig, 1911. Diodor von Sicilien: Geschichts-Bibliothek, libro 1).
Confirma estas fechas imposibles el historiador Diodoro de Sicilia, que escribió hace 2.000 años toda una biblioteca de obras, recogidas en cuarenta volúmenes.
Desde Osiris e Isis hasta el reinado de Alejandro, que fundó la ciudad de Egipto que lleva su nombre, se dice que pasaron más de 10.000 años; pero algunos dien que ese período abarca en realidad un poco menos de 23.000 años... (Wahrmund, A., Stuttgart, 1866).
Y como último ejemplo de estas fechas imposibles citaré al griego Hesíodo.
En su mito de las cinco razas de la Humanidad escribió (hacia el año 700 a.C.) que originalmente los dioses inmortales, Cronos y sus compañeros, habían creado a los seres humanos:
«Estos héroes de excelente origen, llamados semidioses, que en los tiempos anteriores a los nuestros residían en la Tierra sin límites...».
Voy a volver ahora a los jainistas, que, como hemos visto, no son ni mucho menos los únicos que recuerdan fechas de proporciones aterradoras.
Muchas crónicas jainistas son francamente revolucionarias desde el punto de vista de la ciencia moderna. Su concepto del tiempo, del kala, parece formulado por Albert Einstein.
Su unidad de tiempo más pequeña es el samaya. Éste es el tiempo que tarda el átomo más lento en recorrer la distancia de su propia longitud. Una cantidad innumerable de samayas constituyen un avalika, y 1.677.216 avalikas (una cantidad determinada, por fin) componen un muhurta, que equivale a 48 de nuestros minutos.
Treinta muhurtas equivalen a un ahoratra, que es la duración exacta de un día y una noche.
¿Se dan cuenta? Si multiplicamos 48 minutos (un muharta) por 30, obtenemos 1.440 minutos, que es exactamente el número de minutos que hay en 24 horas. Pero la medida del tiempo de los jainistas tiene millares de años de antigüedad, y en un principio fue comunicada a los seres humanos por seres celestiales.
Quince ahoratras constituyen (según nuestra medida del tiempo) un paksha, que es medio mes; dos pakshas equivalen, evidentemente, a un masa, un mes. Dos meses son una estación; tres estaciones son un ayana o temporada. Dos ayunas valen un año, y 8.400.000 años son un purvanga. Pero el cálculo sigue: 8.400.000 purvangas constituyen un purva (16.800.000 años).
La cuenta de los jainistas llega hasta números de 77 cifras. Más allá de estas cifras, los valores temporales se dan en términos de conceptos concretos, semejantes a nuestros años-luz, para una distancia de 9.500.000.000.000 [9 billones 500 mil millones de] kilómetros.
Podríamos estar tentados de calificar todo esto de caprichos locos, si no fuera porque los mayas de la América Central utilizan cifras igualmente aterradoras, y también las relacionan con el tiempo y con el universo del mismo modo que los jainistas de la lejana Asia.
Los jainistas tomaron también de sus maestros celestiales unas definiciones de lo que es el espacio que resultan sorprendentes, y que a la larga (¿o por fin?) hacen comprensible la relación de éste con el misterioso concepto del karma. Aquí sólo puedo presentar un breve resumen de esta doctrina extremadamente compleja y complicada, que llegué a comprender gracias a un libro del teólogo Helmuth von Glasenapp (Glasenapp, H. von: Der Jainismus: Eine indische Erlflsungsreligion, Berlín, 1925).
En los textos científicos de los jainistas, el átomo ocupa un punto en el espacio.
Este átomo puede unirse con otros para formar un skandha, que abarca entonces varios puntos en el espacio o un numero de éstos imposible de medir. Nuestra propia ciencia enseña lo mismo: dos átomos pueden formar una cadena de proporciones mínimas, pero también existen cadenas moleculares que contienen muchos millones de átomos.
Estas cadenas atómicas producen sustancias y materiales de diversas densidades.
Las enseñanzas jainistas distinguen seis formas principales de cadenas o conexiones de este tipo:
Fino-fino: cosas que son invisibles.
Fino: cosas que también son invisibles.
Fino-áspero: cosas que son invisibles pero perceptibles por el olfato y el oído.
Áspero-fino: cosas que se ven pero no se sienten, como las sombras o la oscuridad.
Áspero: cosas que se reúnen por sí mismas, como el agua o el aceite.
Áspero-áspero: cosas que no se reúnen sin ayuda exterior (como la piedra o el metal).
En el jainismo, hasta una sombra o un reflejo se consideran materiales, porque son producidas por una cosa.
Ni siquera el sonido se clasifica en la categoría de «fino-fino», sino que se considera una materialidad fina, resultado del «frote de grupos de átomos entre sí».
Según esta enseñanza, la sustancia «fina-fina» puede penetrarlo todo y, por lo tanto, puede desempeñar una influencia modificadora sobre otras sustancias. La sustancia que penetra en un alma se expresa como karma, lo que nos vuelve a llevar al renacimiento.
¿Me siguen?
El Karma Sigue Siendo Eterno
Actualmente es bien sabido que todo tipo de materia (ya sea una mesa o un trozo de hueso) se puede reducir al nivel atómico.
El átomo mismo está compuesto de partículas subatómicas, una de las cuales es el electrón, que oscila a un ritmo inconcebible de 10 elevado a 23 veces por segundo.
Los jainistas considerarían la materia de este electrón como «fina-fina»: ya no es posible captarla y, además, es inmortal. Los átomos pueden pasar a todas las cadenas y combinaciones posibles, pero el electrón los acompaña siempre. Actúa como «el espíritu dentro de la materia», de manera parecida a un campo magnético o a una onda de radio, que penetra sustancias determinadas.
Y resulta que los pensamientos de toda forma de vida influyen sobre sus obras.
«La sustancia del mundo es la sustancia del espíritu», escribió el astrónomo y físico inglés Arthur Eddington (1882-1944).
Y Max Planck, ganador del premio Nóbel, lo formuló con estas palabras:
«¡No existe la materia como tal! Toda la materia surge y se sustenta únicamente en virtud de una fuerza que hace oscilar las partículas».
Nuestra existencia es la consecuencia de un acto previo.
No existiríamos sin una vida anterior que nos hiciera aparecer (y esto no cambiará aunque, en el futuro, aprendamos a crear vida artificialmente). Dicho de otro modo, toda existencia es un eslabón en la larga cadena de las existencias futuras previas. Dado que nuestros pensamientos dirigen nuestros actos, estos actos dejan su rastro, a su vez, sobre nuestra mente o nuestro espíritu.
Podríamos describir, por ejemplo, un campo magnético como una mente, pero es una mente que desempeña una influencia sobre la materia.
Los jainistas conciben lo que llamamos «alma» como la materialidad «fina-fina» del cuerpo físico. Esta materialidad está tan intocada por el cuerpo como el electrón lo está por el núcleo del átomo. El electrón pertenece al átomo, pero los dos no entran nunca en contacto entre sí.
El átomo puede cambiar de posición, unirse a otros para formar cadenas moleculares gigantescas, y siempre estará acompañado de electrones; pero lo raro es que no son los mismos electrones, pues el electrón «salta» de un átomo a otro, por ejemplo, cuando se le aplica calor. Y en la misma milmillonésima de segundo en la que un electrón salta a un nuevo átomo, otro electrón ocupa el lugar que deja vacío.
De modo que tenemos una actividad «fina-fina» eterna e inmortal, una oscilación más allá del átomo material.
Los jainistas ven el karma del mismo modo.
No importa qué le suceda al cuerpo, que se queme o que se lo coman los gusanos, pues el karma sigue siendo inmortal. Este karma contiene toda la información sobre la forma vital a la que pertenece. A lo largo de la vida pensamos y sentimos; estos pensamientos y estos sentimientos se trasponen sobre la sustancia «fina-fina» del karma, como en un grabado.
Cuando este karma se forma sobre un nuevo cuerpo, ya contiene toda la información de su existencia anterior y sigue conteniéndola para toda la eternidad. Pero, dado que el fin último de la vida es alcanzar un estado de serenidad absoluta (siendo uno con Brahma), el karma nos conducirá a esa meta por una serie de incontables reencarnaciones.
Esta manera de pensar no está demasiado alejada de la filosofía moderna y de los descubrimientos de la física moderna.
Lo que puede asombrarnos, no obstante, es que unas teorías tan complejas fueran enseñadas hace miles de años y por unos maestros que aparecieron de las profundidades del universo. La última época de los jainistas (a la que siguen nuestros propios tiempos) comenzó hacia el 600 a.C. con el último de los 24 tirthamkaras.
Este tirthamkara se llamaba Mahavira, y ¿quién era? Era el hijo de un rey, cuyo embrión fue implantado en el vientre de su madre, la joven reina, por seres celestiales (Daniken, E. von: «Embryo transfer in ancient India» en Ancient Skies, núm. 3, 1991). Se espera que todos estos maestros celestiales de la Antigüedad habrán de reaparecer, renacidos en nuevos cuerpos.
Existen muchas pinturas jainistas antiguas en las que aparece representado el vigésimo cuarto tirthamkara, el profeta Mahavira. Por encima de la procesión en su honor [que aparece representada en la sección de ilustraciones de este libro] flotan cinco aeronaves celestiales.
Existe una diferencia marcada entre las expectativas del regreso de los dioses por parte de los jainistas y las de los cristianos, los musulmanes o los judíos. Estos últimos creen que aparecerá un mesías y un alto juez, después del cual los fieles disfrutarán de la gloria celestial mientras los infieles se asan en el infierno.
Los jainistas no esperan a un solo salvador, sino a varios a la vez. Los profetas o tirthamkaras regresan constantemente, en cada una de las épocas. Después de su aparición no hay un fin del mundo definitivo, no se alcanza el gozo y el néctar celestial, ni tampoco la condenación eterna, sino que comienza simplemente un nuevo acto en el drama del universo.
Los tirthamkaras tienen menos de salvadores que de ayudantes. Preparan a los seres humanos para la etapa y para la época siguiente.
Por eso nacen como seres humanos (recordemos al «hijo del hombre» en las profecías de Enoc); pero su sustancia, su conocimiento kármico, procede del universo. No son fuerzas terrestres, sino extraterrestres las que implantan la semilla o el embrión en el vientre.
Vale la pena recordar, asimismo, que estas ideas estaban extendidas varios siglos, o incluso varios miles de años, antes del nacimiento de Cristo, y que los jainistas mal pueden haber tomado del cristianismo el concepto del nacimiento virginal: ¡más bien será al revés!.
No es de extrañar que unos maestros cósmicos tales como los tirthamkaras estuvieran versados en la astronomía y en la astrofísica. De tales fuentes aprendieron los jainistas sus fechas astronómicas, que a nosotros nos resultan incomprensibles. Sus enseñanzas muestran que fueron capaces de medir las dimensiones del universo.
Su unidad de medida era el rajju, la distancia que recorre Dios volando en seis meses, cuando viaja a 2.057.152 yojanas por segundo.
Las enseñanzas jainistas dicen que la Tierra está rodeada por tres capas, que se diferencian por su densidad: densa como el agua, densa como el viento y densa como un viento fino. Más allá está el espacio vacío. Nuestra ciencia moderna ha llegado a la misma conclusión: atmósfera, tropósfera - que contiene nitrógeno y oxígeno - y estratósfera - con la capa de ozono.
Más allá está el espacio interplanetario.
Actualmente, la gente admite cada vez más la idea de que deben existir en el universo otras formas de vida aparte de las terrestres.
Los jainistas lo han creído siempre: para ellos, todo el universo está lleno de formas de vida que están repartidas desigualmente por los cielos. Es interesante advertir que aunque reconocen la existencia de las plantas y de las formas de vida básica en muchos planetas diferentes, afirman que sólo en algunos planetas determinados existen seres dotados de «movimiento voluntario» (Glasenapp, H. von: op. cit.).
Los filósofos de la religión jainista describen las diferentes características que poseen los habitantes de los diversos mundos. Los cielos de los dioses tienen, incluso, un nombre: son los kalpas.
En ellos, al parecer, se pueden encontrar maravillosos palacios voladores: unas estructuras voladoras que forman muchas veces ciudades enteras. Estas ciudades celestiales están alineadas unas sobre otras de tal modo que los vimanas (los carros divinos) pueden salir en todas direcciones desde el centro de cada «nivel».
Cuando termina una época y están a punto de nacer nuevos tirthamkaras, suena una campana en el palacio principal del «cielo». Esta campana hace que suenen campanas en los otros 3.199.999 palacios celestiales. Enseguida los dioses se reúnen, en parte por amor a los tirthamkaras y en parte por curiosidad.
Y a continuación, transportados por un palacio volador, visitan nuestro sistema solar, y comienza una nueva época sobre la Tierra.
Esperando al Súper-Buda
En el budismo, el concepto fundamental de la redención aparece bajo una forma muy semejante a la del jainismo.
El jainismo, no obstante, era una doctrina anterior a la llegada del Buda (560-480 a.C). Buda significa «el despierto» o «el iluminado». El nombre propio del Buda era Siddharta. Nació en el seno de una familia noble y se crió entre lujos en el palacio de su padre, en las estribaciones del Himalaya del Nepal. A los veintinueve años de edad se cansó de esa vida falsa.
Dejó su casa, se dedicó durante siete años a la práctica de la meditación y buscó un camino de conocimiento.
Pero en los tiempos del Buda, los dioses del folklore, de las leyendas y de la mitología, ya llevaban mucho tiempo de existencia. Después de su iluminación, éste sintió que era la reencarnación de un ser celestial. Se puso a predicar a sus discípulos el sendero óctuple, que podría conducir a todas las gentes a la budidad, a la iluminación.
El Buda estaba convencido de que el futuro traería a otros budas.
En su discurso de despedida, el Mahaparinibbana-Sutta, habla de estos budas del futuro. Profetizó a sus discípulos que uno de ellos llegaría en una época en que la India estaría abarrotada de gente y las ciudades y las aldeas estarían pobladas tan densamente como gallineros.
En toda la India habría 84.000 ciudades; en la ciudad de Ketumati (la actual Benarés) viviría un rey llamado Sankha, que gobernaría a todo el mundo pero sin usar la fuerza, sólo por medio del poder de su rectitud.
Y durante el reinado de este rey bajaría a la Tierra el sublime Metteya (también llamado Maitreya):
un maravilloso y completamente único «conductor de carros y conocedor de mundos», maestro de dioses y de hombres: en otras palabras, el Buda perfecto.
La profecía del Buda en la que anunciaba a un «súper-Buda» es semejante a las enseñanzas jainistas del regreso de los tirthamkaras.
El budismo habla también de las diferentes épocas, que se comparan con una rueda que gira. La única diferencia es que en el budismo estas épocas tienen una duración inmensa.
La idea de las cuatro épocas (o seis, en el jainismo) también está presente en la mitología sumerio-babilónica. Es frecuente encontrar unas mismas cifras en culturas que están muy alejadas unas de otras. El doctor Alfred Jeremias, profesor de historia religiosa, descubrió estos paralelismos hace 65 años.
He aquí un simple ejemplo (Jeremías, A.: Handbuch der Altorientalischen Geisteskultur, Berlín/Lepzig, 1929).
Según las crónicas babilónicas, los antiguos reyes o monarcas del cielo reinaban durante miles de años.
La duración que se atribuye a los reinados de los dioses Anu, Enlil, Ea, Sin y Shamash se asemejan notablemente a las duraciones que se asignan a los yugas o épocas en la India:
Anu = 4.320 - Kali-Yuga = 432.000
Enlil = 3.600 - Kali-Yuga = 360.000
Ea = 2.880 - Deva-Yuga = 288.000
Sin = 2.160 - Treta-Yuga = 216.000
Shamash = 1.440 - Dvapara-Yuga = 144.000
Adad = 432 - Maha-Yuga = 4.320.000
El Kali-Yuga aparece dos veces por una razón:
el Kali-Yuga «sin crepúsculo» tiene una duración más corta que el Kali-Yuga «con crepúsculo».
El número de ceros no tiene importancia, pero la coincidencia de las cifras significativas demuestra la existencia de una fuente primitiva común.
El número 4.320.000 del Maha-Yuga («gran época») es idéntico al del tercer rey antediluviano En-me-en-lu-an-na, que reinó durante 12 sar, o 43.200 años. Y el número 288.000 del Deva-Yuga corresponde al periodo de reinado del sexto rey, En-sib-zi-an-na. Éste duró ocho sar, o 28.800 años.
La alusión literaria más antigua a una época del mundo se encuentra en la antigua Grecia, en la obra del poeta Heráclito. Habla de un periodo de 10.800.000 años, que se corresponde exactamente con el segundo periodo de los antiguos reyes de Sumeria: 30 sar, o 108.000 años.
Estos números no tienen ninguna relación directa con el regreso de ningún salvador, pero ponen de manifiesto la base común que comparten las diversas tradiciones. La única manera de explicar estas coincidencias es suponer que en los albores del tiempo debió existir una enseñanza original única.
Esta fuente común debe remontarse a tiempos muy antiguos, pues de lo contrario se hablaría de ella en las crónicas históricas.
Coartadas Psicológicas
La psicología no me sirve para nada en mis investigaciones sobre la idea del regreso de los dioses.
He comprobado que en todas las culturas se manifiesta esta idea bajo una forma u otra, y que siempre está relacionada con las estrellas y con salvadores que vienen de más allá de la Tierra; por otra parte, se suele hablar de la fertilización artificial de un embrión que traen los «dioses». No me queda más opción que creer que estas ideas tienen un origen común al que la psicología no puede acceder.
Naturalmente, es comprensible que las personas esperen la llegada de un gran salvador, rey y «súper-Buda»: cuando los tiempos son malos, la gente espera todo tipo de tierras de Jauja.
Pero esto no puede explicar las coincidencias y las correspondencias entre todas las tradiciones diferentes. Los meros deseos no pueden proporcionar unas crónicas tan precisas en primera persona ni todos los detalles de fechas y de nombres.
¿Acaso es de creer que Enoc se inventara la larga lista de nombres y de funciones de los «ángeles» amotinados?; ¿o que la idea de medir el universo con el número de 2.057.125 yijanas le vino sencillamente a la cabeza de un soñador que estaba tumbado bajo una higuera?
La psicología tampoco sirve ya para explicar la identidad de las fechas de las diversas tradiciones culturales, ni la idea generalizada de que se realizaron fertilizaciones artificiales e implantes de embriones. Otra cosa muy distinta es el modo en que las religiones posteriores transformaron estos conceptos para glorificar a sus salvadores con un nacimiento virginal: eso es ciertamente comprensible desde un punto de vista psicológico.
Aún hoy, los cristianos católicos creen que Jesús nació virginalmente de María. Tienen que creerlo, pues es un dogma (o artículo de fe) de la iglesia. Aunque para ser completamente justos deberíamos añadir que lo contrario tampoco puede ser demostrado científicamente. ¿Cómo podemos saber realmente que Jesús, o que el profeta hindú Sai Baba si se quiere, no se desarrollaron de una semilla cósmica?
Al fin y al cabo, es lo que sucedía en la Antigüedad: todos los grandes dioses y dioses-reyes tenían que tener unas credenciales virginales para ser tenidos por iguales a sus predecesores.
Semillas del Cielo
Se decía que la semilla que, al crecer, se convirtió en el rey acadio Hammurabi (1726-1686 a.C.) había sido implantada en su madre por el dios solar.
Hammurabi se convirtió más tarde en el mayor de los legisladores. De él proceden las leyes y reglas más antiguas que se conservan destinadas a ordenar la vida social humana: el Código de Hammurabi.
Esta estela de piedra de más de dos metros de altura, en la que se grabaron dichas leyes, fue desenterrada a principios de nuestro siglo [siglo 20] en Susa. Hoy puede contemplarse en el museo del Louvre en París. El Código de Hammurabi contiene 282 párrafos; según Hammurabi, se los comunicó el dios del cielo (del mismo modo que Moisés recibió las Tablas de la Ley directamente de la mano de Dios).
En la «introducción» a su recopilación de leyes, Hammurabi dice expresamente que,
«Bel, el Señor del cielo y de la Tierra» lo había escogido a él para que «difundiese la justicia por la Tierra, para que destruyera a los malvados y para que evitara que los fuertes sometieran a los débiles»
(Jeremías, A.: Handbuch der Altorientalischen Geisteskultur, Berlín/Lepzig, 1929)
Y, naturalmente, el pueblo esperaba el regreso de su legislador.
Lo único que podemos saber, volviendo la vista atrás, es que Hammurabi consiguió algo notable, y que se distinguió de todos sus contemporáneos por varios actos que se salían de lo común. Naturalmente, podría suponerse que sólo se le atribuyera un origen divino después de su muerte, si no fuera por la estela de piedra que tiene grabado su propio testimonio, escrito durante su vida, según el cual había sido elegido por los dioses.
¿Debemos tildar de mentiroso al legislador supremo?
Eso sería como acusar a Moisés de inventarse la historia de que había recibido las tablas de piedra en la montaña sagrada.
Nosotros, las personas modernas, sabias y superiores, «sabemos», por supuesto, que la semilla del rey Hammurabi no podía proceder de ningún modo del dios solar.
Pero ¿cómo lo sabemos? No estábamos delante, y el esqueleto de Hammurabi no ha sido sometido nunca a un análisis genético. Es muy característico de la lógica humana que rechacemos la pretensión de Hammurabi de haber mantenido contactos con seres de otros mundos mientras aceptamos los relatos de Moisés y de otros profetas.
El rey asirio Asurbanipal (668-622 a.C), en cuya biblioteca de tablillas de barro cocido se descubrió la Epopeya de Gílgamés, también fue concebido virginalmente. Era hijo de la diosa Istar, que lo crió a sus pechos. Istar debía de proceder de otros mundos, pues en un texto cuneiforme se dice: «Sus cuatro pechos caían sobre tu boca; tú mamabas en dos, y ocultabas la cara en dos» (Jeremías, A.: op. cit.).
Así es: cuatro pechos, los suficientes para darnos envidia a algunos.
Este rey Asurbanipal recibía la autoridad de sus decisiones de los «consejos divinos» de los dioses Bel, Marduk y Nabu. Este último era el dios omnisciente del que la Humanidad aprendió la escritura. En el Louvre se conserva un relieve cilíndrico en el que Nabu aparece representado junto a Marduk. El templo principal de Nabu estaba situado en Borsippa y llevaba el nombre de «Templo de los Siete Transmisores de Órdenes del Cielo y la Tierra».
Extraño nombre.
¿Eran todas estas cosas simples fantasías de la élite gobernante para darse importancia? ¿Llegó a depender su autoridad de que el pueblo y los sacerdotes creyeran que tenían un origen divino? Personalmente, yo no lo creo.
No todos los reyes y fundadores de religiones aseguraban llevar dentro de sí una «semilla divina»: sólo algunos de esos albores del tiempo imposibles de fechar estaban convencidos de que llevaban un código genético muy especial, que debían transmitir. No debemos olvidar que aparecen relatos semejantes en muchas tradiciones diferentes y en diversos textos sin fecha: en los textos egipcios, en Enoc, en los textos jainistas y, naturalmente, en los apócrifos del Antiguo Testamento.
En estos últimos se habla también de maestros divinos, aunque se llamen «ángeles caídos»; y también allí, entre las brumas de la tradición judía, nos encontramos con abundantes personajes cuya semilla no era de origen terrenal.
Naturalmente, estas cosas no son muy bien acogidas por el público, que las recibe con precaución.
Y de pronto se dice que Erich von Däniken está confabulado con una pandilla de racistas idiotas, como si fuera yo el que hubiese inventado la idea de la «semilla celestial» y de «los elegidos». No se me puede responsabilizar de estos conceptos: están tomados directamente de antiguas tradiciones y textos que eran sagrados para muchos pueblos.
Sin ir más lejos, Noé, el superviviente del diluvio, no era un cualquiera.
A su padre terrenal se le llama Lamec, pero en realidad Lamec no era su padre biológico: cualquiera puede leerlo en los manuscritos del mar Muerto. Allí se dice que cierto día Lamec regresó a su casa de un viaje que había durado más de nueve meses. Cuando llegó se encontró con un niño recién nacido que no era de su familia: tenía los ojos distintos, el pelo de color distintos y la piel distinta.
Lamec, furioso, interrogó a su esposa, que le juró por todo lo sagrado que no se había acostado con ningún extraño, ni mucho menos con un soldado o con un hijo del cielo. Lamec, preocupado, fue a pedir consejo a su padre. Éste era el mismísimo Matusalén. Matusalén no le pudo aclarar la cuestión, de modo que fue a consultárselo a su vez a su padre, el abuelo de Lamec.
Y ¿quién era éste?: nuestro amigo Enoc.
Éste dijo a su hijo Matusalén que Lamec debía aceptar al niño como a su propio hijo y que no debía enfadarse con su esposa, pues los «guardianes del cielo» habían dejado la semilla en el vientre de su esposa. Lo habían hecho para que del huevo en nido ajeno, por así decirlo, saliera el progenitor de una nueva raza tras el diluvio.
Este episodio demuestra que Enoc (que subiría más tarde a las nubes en un carro de fuego) ya estaba informado del diluvio catastrófico que se avecinaba. ¿Quién se lo había dicho?: los «guardianes del cielo».
Y ¿quién había organizado la fertilización artificial de la esposa de Lamec?: estos mismos viajeros del espacio.
Con estos ejemplos intento iluminar las crónicas y las tradiciones que se encuentran por todo el mundo y que han existido durante miles de años. Esta alta sociedad divina, estos innumerables hijos de dioses, nos saltan a la cara de casi todas las mitologías del mundo.
Dioses de Ayer, Dioses del Mañana
La cultura de los tibetanos, que se hizo grande en altos valles incomunicados del resto del mundo, está familiarizada con el «rey altísimo del cielo» o «santo de lo alto» (Hermanns, M.: Schamanen, Pseudoschamanen, Erldser und Heilbringer, Wiesbaden, 1970).
Los tibetanos distinguen entre el cielo trascendente y el firmamento.
Los reyes tibetanos más antiguos se llamaban «tronos celestiales». Descendían de los cielos al servicio de los dioses y regresaban cuando terminaba su reinado, sin pasar por la muerte.
Poseían unas armas inimaginables con las que destruían o controlaban a sus enemigos. El aspecto de algunas de estas armas se ha conservado en el recuerdo popular; por ejemplo, el «martillo del trueno», que todavía se venera en los templos tibetanos. Detrás de esto debe haber algo más que fantasías: estos «martillos del trueno» son una realidad, aunque no podamos imaginarnos cómo funcionaban.
La leyenda del gran rey tibetano Gesar dice que subió a los cielos entre «una aparición celestial de luz».
Cuando hubo establecido el orden en el país, desapareció de nuevo y volvió a su casa del cielo, no sin antes prometer, por supuesto, que volvería algún día. Como los primitivos monarcas misteriosos de la China o los dioses-reyes del antiguo Egipto, el rey Gesar era un maestro de la Humanidad. Como ellos, era tenido por un «hacedor de humanidad», antes de cuya venida los seres humanos vivían todavía como animales.
En la genealogía real del Tíbet, llamada Gyelrap, se registran los nombres de veintisiete reyes; siete de ellos bajaron del firmamento a la Tierra por una escalera de mano. E incluso los textos más antiguos también bajaron volando a la Tierra en una caja. El gran maestro tibetano con un trabalenguas por nombre, Padmasambhava (llamado también U-Rgyan Pad-Ma), trajo de los cielos a la Tierra unos textos indescifrables.
Antes de su partida, sus discípulos depositaron estos textos en una cueva para conservarlos hasta «una época en que fueran entendidos» (Grünwedel, A.: Mythologie des Buddhismus in Tibet und in der Mongola, Leipzig, 1900).
El propio maestro desapareció ante los ojos de sus discípulos y regresó a las nubes. Al parecer, no subió entre un haz de luz, sino que «apareció un caballo de oro y plata», y todos lo vieron ascender a las nubes en este corcel.
¿Les suena? ¡Enoc y su corcel bien podían ser parientes próximos suyos!.
Casi me da vergüenza añadir que en los libros sagrados del Tíbet también se habla de números imposibles. Se recuerda a cuatro grandes reyes divinos que vivieron nueve millones de años terrestres cada uno. También se describen diversos lugares cósmicos de residencia, a los que se llega tras largos viajes por el espacio.
Los números y los periodos que se citan nos recuerdan poderosamente la teoría de la relatividad de Einstein; con la importante diferencia, por supuesto, de que los libros tibetanos Kandshur y Tandshur tienen miles de años de antigüedad.
Pero estas ideas no sólo estaban extendidas en el Próximo y en el Lejano Oriente. Los indios de América tenían ideas muy semejantes. Los relatos de la tribu Wabanaki hablan de su maestro Gluskabe, que les enseñó las artes de la pesca, la caza, la construcción de chozas, la construcción de armas, la medicina, la química, y también, por supuesto, la astronomía.
Antes de concluir su trabajo sobre la Tierra y de despegar hacia las estrellas prometió regresar en un futuro lejano.
¡Qué sorpresa!.
En otro libro he hablado del dios maya Kukulkán (Däniken, E. von: El Día en que Llegaron los Dioses, Plaza & Janés, 1985). Aquí recordaré de pasada una cita:
«El pueblo tiene la firme seguridad de que subió a los cielos».
Y, por si alguien no lo había adivinado, también prometió regresar.
No hace falta ser un Sherlock Holmes para relacionar entre sí estos fragmentos del recuerdo popular y de las religiones. Y yo creo, personalmente, que es una tontería decir que diversos pueblos de todo el mundo aprendieran a esperar a sus dioses después de escuchar a los misioneros cristianos.
Pero, en nombre del cielo, ¿cuáles son anteriores: los textos cristianos, o los otros?
Sea cual sea la cultura que se examine, y he dejado muchas sin citar (como la de los aborígenes de Australia, la china, la incaica: recordemos que los conquistadores cristianos Pizarro, en el Perú, y Cortés, en México, fueron recibidos como si fueran dioses que habían regresado), se encuentran leyendas semejantes o casi idénticas.
Los dioses con boleto de ida y vuelta son un fenómeno mundial, y los ejemplos que he citado en este capítulo no son más que la punta del iceberg.
¿Quién Regresará?
Pero ¿quién ha de regresar, y cuándo?
Los cristianos y los judíos esperan al Mesías; los musulmanes, al Mahdi (que en realidad no es más que otro nombre de una figura mesiánica). La palabra «mesías» significaba originalmente «el ungido».
Procede del hebreo maschiach (en griego, christos), que significa «el rey ungido»; pero no puede representar a un rey terrenal, pues, como escribió el célebre profesor doctor Hugo Gressmann, la palabra «mesías» excluye el concepto de un ser humano:
«Mesías es el nombre de un ser divino, de un ser que se supone debía existir antes de que existieran seres humanos».
(Gressmann, H.: Der Messias, Gotinga, 1929)
Observemos el denominador común de todos estos conceptos asociados al «mesías»:
Según las diversas religiones, es:
Un «hijo del hombre» concebido por la divinidad (semilla, embrión, karma de la divinidad), que habitualmente ha residido cierto tiempo en la Tierra, asciende después a los cielos y regresará algún día.
Uno o muchos seres extraterrestres, semejantes a dioses, que vinieron una vez a vivir en la Tierra.
En muchas tradiciones, el regreso de los dioses se asocia a algún tipo de Día del Juicio o de ajuste de cuentas final, y a una serie de sucesos naturales catastróficos.
Cada religión añade su propio color e interpretación, ajusta el relato un poco o mucho para reforzar su propio mensaje y para asegurar la salvación exclusiva de los que creen en ella. Pero las leyendas que componen el núcleo de todas estas creencias son mucho más antiguas que cada una de las religiones, ya sea la cristiana, la musulmana, la judía o la budista.
Repito, entonces:
Tomado de:
http://www.bibliotecapleyades.net/vida_alien/alien_humanitymanipulationalien42.htm
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